CAPÍTULO IV
EL DESCUBRIMIENTO DEL CONCEPTO. SÓCRATES
1. El momento histórico
Para comprender mejor la función de "crítica universal" propia de la filosofía, conviene detenerse en un filósofo que la ejerció de modo ejemplar, y con celo tal, que lo llevó a la muerte: Sócrates. Más para ello es oportuno comenzar apuntando algunas características de la época en que vivió, el siglo V a.C.
Sócrates nació en Atenas en 470/69, y allí murió en 399. Vivió, por tanto, los dos últimos tercios del siglo V, la época más espléndida en la historia de su ciudad natal, y de toda la antigua Grecia: el llamado siglo de Pericles, en honor al célebre político (495-429) que convirtió a Atenas en centro de un gran imperio e impulsó su extraordinaria cultura. Ese siglo había presenciado la derrota del inmenso poderío persa por obra de los minúsculos estados griegos (Maratón, 490; Termopilas, 480; Platea, 479); el triunfo helénico se sella en 449/8. Sócrates tenía poco más de veinte años, y pudo entonces ser testigo presencial del proceso de expansión política y cultural de Atenas al término de las guerras médicas. "Todas las edificaciones y obras de arte que embellecieron Atenas en la época de Pericles, las Largas Murallas que unían la ciudad con el puerto del Pireo, el Partenón, las estatuas de Fidias, los frescos de Polignoto, fueron comenzadas y terminadas ante sus ojos . Intervino en el sitio de Potidea (432-430), sublevada contra Atenas, y en las batallas de Delio (424) y Anfípolis (421), ocasiones en las que dio muestras de gran valentía y fortaleza. Pero Sócrates no sólo fue testigo del esplendor de Atenas, sino también de su decadencia y del paso de la supremacía griega a manos de los espartanos. En efecto, en 431 se había iniciado la guerra del Peloponeso, que habría de acabar con la derrota de Atenas en 404 y el establecimiento en ella de un gobierno oligárquico filoespartano, el régimen de los Treinta Tiranos. Su pronto derrocamiento, por obra de Trasíbulo, en 403, permitió la restauración de la democracia, que sin embargo asumiría frecuentemente las formas de la demagogia.
Las diversas contingencias sociales y políticas de la época pueden sintetizarse diciendo que, en primer lugar, y gracias a Pericles, se produce el ascenso de todos los ciudadanos al poder, es decir, el desarrollo de todas las posibilidades del régimen democrático (inclusive con el establecimiento del sorteo para la provisión de magistraturas). Debe recordarse que se trataba -a diferencia de las democracias modernas, de carácter representativo- de una democracia directa, donde eran los propios ciudadanos (no sus representantes o diputados) quienes intervenían en el manejo de la cosa pública (Asamblea del pueblo). En segundo lugar, esa democracia deriva hacia la demagogia en algunos casos, o hacia la tiranía, en otros. Tales circunstancias corren paralelas con el cambio que entonces se registra en los intereses filosóficos.
2. Los sofistas
Al hablar de los primeros filósofos griegos -Tales, Heráclito, Parménides, Zenón- pudo observarse que estos pensadores se ocupaban en lo fundamental con el problema de determinar cuál es la realidad de las cosas, que se ocupaban sobre todo por los problemas relativos a la "naturaleza" o al "mundo", y no propiamente por el hombre como tal; por ello suele denominarse cosmológico ese primer período de la filosofía griega durante el cual predominan los problemas relativos al "cosmos" (κοσµος) -siglo VI y primera mitad del V. Pero con el avance del siglo V toman mayor relieve las cuestiones referentes al hombre, a su conducta y al Estado: así se habla de un período antropológico, que abarca la segunda mitad del siglo V, y cuyas figuras principales son los sofistas y Sócrates.
Según se dijo, la participación de los ciudadanos en el gobierno llega en esta época a su máximo desarrollo; cada vez interviene mayor número de gente en las asambleas y en los tribunales, tareas que hasta entonces habían estado reservadas, de hecho si no de derecho, a la aristocracia. Pero ahora el número de intervinientes crece cada vez más, y estos recién llegados a la política, por así decirlo, sienten la necesidad de prepararse, por lo menos en alguna medida, para la nueva tarea que se les ofrece, desean adquirir los instrumentos necesarios para que su actuación en público sea eficaz. Por tanto, buscan, por una parte, información, una especie de barniz de cultura general que los capacite para enfrentarse con los problemas de que ahora tendrán que ocuparse, una especie de "educación superior". Por otra parte, necesitan también un instrumento con el que persuadir a quienes los escuchen, un arte que les permita expresarse con elegancia, y discutir, convencer y ganar en las controversias", el arte de la retórica u oratoria. Pues bien, los encargados de satisfacer estos requerimientos de la época son unos personajes que se conocen con el nombre de sofistas.
Hoy día el término "sofista" tiene exclusivamente sentido peyorativo: se llama sofista a un discutidor que trata de hacer valer malas razones y no buenas, y que intenta convencer mediante argumentaciones falaces, engañosas. Pero en la época a que estamos refiriéndonos, la palabra no tenía este sentido negativo, sino sólo ocasionalmente. Si queremos traducir "sofista" por un término que exprese la función social correspondiente a nuestros días, quizá lómenos alejado sería traducirlo por "profesor", "disertante", "conferencista". En efecto, los sofistas eran maestros ambulantes que iban de ciudad en ciudad enseñando, y que -cosa entonces insólita y que a muchos (entre ellos Platón) pareció escandalosa- cobraban por sus lecciones, y en algunos casos sumas elevadas . En general no fueron más que meros profesionales de la educación; no se ocuparon de la investigación, fuese ésta científica o filosófica. En tal sentido, su finalidad era bien limitada: responder a las "necesidades" educativas de la época. Hoy en día se anuncian conferencias o se publican libros sobre "qué es el arte", o "qué es la filosofía", o "qué es la política", cómo aprender inglés en 15 días, cómo mejorar la memoria o hacerse simpático, tener éxito en los negocios o aumentar el número de amigos. Los sofistas respondían a exigencias parecidas o equivalentes en su tiempo: Hipias (nace. por el 480, contemporáneo, un poco más joven, de Protágoras), por ejemplo, se hizo famoso por enseñar la mnemotecnia, el arte de la memoria. En general, los sofistas se consideraban a sí mismos maestros de "virtud" (αρετη [arete]), es decir, lo que hoy llamaríamos el desarrollo de las capacidades de cada cual, de su "cultura"; y se proponían enseñar "cómo manejar los asuntos privados lo mismo que los de la ciudad" .
La mayor parte de los sofistas no fueron más que simples preceptores o profesores; hubo algunos, sin embargo, que alcanzaron verdadera jerarquía de filósofos: sobre todo dos, Protágoras y Gorgias.
De los escritos de Protágoras (480-410 a.C.) sólo quedan fragmentos, entre ellos el pasaje que cita Platón: "el hombre es la medida de todas las cosas" . Con este principio (llamado homo mensura, "el hombre como medida"), quedaba eliminada toda validez objetiva, sea en la esfera del conocimiento, sea en la de la conducta; todo es relativo al sujeto: una cosa será verdadera, justa, buena o bella para quien le parezca serlo, y será falsa, injusta, mala o fea para quien no le parezca (subjetivismo, o relativismo subjetivista; cf. Cap. I, § 2).
Yo [Protágoras] digo, efectivamente, que la verdad es tal como he escrito sobre ella, que cada uno de nosotros es medida de lo que es [verdadero, bueno, etc.] y de lo que no es; y que hay una inmensa diferencia entre un individuo y otro, precisamente porque para uno son y parecen ciertas cosas, para el otro, otras. Y estoy muy lejos de negar que existan la sabiduría y el hombre sabio, pero llamo precisamente hombre sabio a quien nos haga parecer y ser cosas buenas, a alguno de nosotros, por vía de transformación, las que nos parecían y eran cosas malas .
Protágoras enseñaba el arte mediante el cual podían volverse buenas las malas razones, y malos los buenos argumentos, es decir, el arte de discutir con habilidad tanto a favor como en contra de cualquier tesis, pues respecto de todas las cuestiones hay siempre dos discursos, uno a favor y otro en contra, y él enseñaba cómo podía lograrse que el más débil resultase el más fuerte, es decir, que lo venciese independientemente de su verdad o falsedad, bondad o maldad.
En este sentido es ilustrativa la siguiente anécdota. Protágoras había convenido con un discípulo que, una vez que éste ganase su primer pleito (a los que los griegos, y en particular los atenienses, eran muy afectos), debía pagarle los correspondientes honorarios. Pues bien, Protágoras concluyó de impartirle sus enseñanzas, pero el discípulo no iniciaba ningún pleito, y por tanto no le pagaba. Finalmente Protágoras se cansó, y amenazó con llevarlo a los tribunales, diciéndole: "Debes pagarme, porque si vamos a los jueces, pueden ocurrir dos cosas: o tú ganas el pleito, y entonces deberás pagarme según lo convenido, al ganar tu primer pleito; o bien gano yo, y en tal caso deberás pagarme por haberlo dictaminado así los jueces". Pero el discípulo, que al parecer había aprendido muy bien el arte de discutir, le contestó: "Te equivocas. En ninguno de los dos casos te pagaré. Porque si tú ganas el pleito, no te pagaré de acuerdo al convenio, consistente en pagarte cuando ganase el primer pleito; y si lo gano yo, no te pagaré porque la sentencia judicial me dará la razón a mí".
Gorgias (483-375 a.C.) fue otro sofista de auténtico nivel filosófico. Su pensamiento lo resumió en tres principios concatenados entre sí: "1. Nada existe; 2. Si algo existiese, el hombre no lo podría conocer; 3. Si se lo pudiese conocer, ese conocimiento sería inexplicable e incomunicable a los demás” . Era, por tanto, un filósofo nihilista, según la primera afirmación (nihil, en latín, significa "nada"); escéptico, según la segunda; relativista, según la tercera. A pesar de su nihilismo y escepticismo, sin embargo, era uno de los sofista: más cotizados y cobraba muy caras sus lecciones.
De modo que los sofistas con ideas originales fueron de tendencia escéptica o relativista.
Más todavía, en cierto sentido podría afirmarse que el relativismo fue el supuesto común, consciente o no, de la mayor parte de los sofistas, puesto que, en la medida en que eran profesionales en la enseñanza de la retórica, no les interesaba tanto la verdad de lo demostrado o afirmado, cuanto más bien la manera de embellecer los discursos y hacer triunfar una tesis cualquiera, independientemente de su valor intrínseco. Y el principio del homo mensura y el nihilismo de Gorgias revelan la crisis que caracteriza la segunda mitad del siglo V, crisis que no es tan sólo, ni siquiera primordialmente, de carácter político, social y económico, sino, por debajo de todo ello, en un plano más hondo, una crisis de las convicciones básicas sobre las que el griego había vivido hasta entonces: se trata de la conmoción de todo su sistema de creencias, de los fundamentos mismos de su existencia histórica, o, como también puede decirse, de la "moralidad" hasta entonces vigente. "Crisis" (κρισις término griego que significa "litigio", "desenlace", "momento decisivo", y emparentado con "crítica", cf. Cap. III, § 2) significa que una determinada tabla de valores (cf. Cap. I, § 2) deja de tener vigencia, y que una sociedad o época histórica permanecen indecisas o fluctuantes sin prestar adhesión a la vieja tabla y sin encontrar tampoco otra que la reemplace. Las costumbres tradicionales griegas, la religión, la moral, los tipos de vida vigentes hasta ese momento, así como la forma e ideales de educación que hasta entonces habían sido su modelo, en esta época dejan de valer. En efecto:
Durante generaciones, la moralidad griega, lo mismo que la táctica militar, había continuado siendo severamente tradicional, cimentada en las virtudes cardinales de Justicia, Fortaleza, Templanza y Prudencia. Un poeta tras otro habían predicado una doctrina casi idéntica: la belleza de la Justicia, los peligros de la Ambición, la locura de la Violencia .
Hasta entonces, nadie en Grecia había pensado que en materia moral o jurídica pudiese haber ningún tipo de relativismos; había dominado una moral y un derecho considerados enteramente objetivos y que nadie discutía (otra cosa es que se cumpliera o no con esas normas). Pero la circunstancia de que se discutiesen tales temas, es índice de que en esta época tiene lugar una profunda crisis. En el siglo V todo cambia radicalmente, y hacia fines del mismo ya nadie sabía orientarse mentalmente; el inteligente subvertía las concepciones y creencias conocidas, y el simple sentía que todo eso estaba ya pasado de moda. Si alguien hablaba de la Virtud, la respuesta era: "Todo depende de lo que entiendas por Virtud" [es decir, se trata de algo relativo a cada uno]; y nadie lo comprendía, razón por la cual los poetas dejaron de interesarse en el problema .
Y no son sólo el relativismo de Protágoras o el nihilismo de Gorgias síntomas alarmantes del estado de cosas entonces reinante, sino también doctrinas -en el fondo emparentables con la protagórica- como la del energuménico Trasímaco, para el cual la justicia no es más que el interés del más fuerte, el provecho o conveniencia del que está en el poder ; una doctrina, pues, desenfadadamente inmoralista. No es difícil hacerse cargo del daño moral, y, en general, social, y de todo orden, que pueden causar teorías semejantes cuando intentan llevarlas a la práctica gentes inescrupulosas, y cuando no existen otras más serias para oponérseles y ser "razonablemente" defendidas; no hay más que pensar en ciertos hechos de la historia contemporánea (explotación, agresión, conquista o sometimiento de unos pueblos por otros, intervención del Estado en la vida privada o en el pensamiento de los individuos, etc.)
Los que hemos visto el mezquino uso que se ha hecho de la doctrina científica de la supervivencia del más apto [o de ciertos pasajes de Nietzsche por parte del nazismo], podemos imaginarnos sin demasiada dificultad el empleo que harían de esta frase [de Trasímaco] los hombres violentos y ambiciosos. Cualquier iniquidad podía así revestirse de estimación científica o filosófica. Todos podían cometer maldades sin ser enseñados por los sofistas, pero era útil aprender argumentos que las presentasen como bellas ante los simples” .
3. La figura de Sócrates
Como suele suceder en momentos de crisis, apareció el hombre capaz de desenmascarar la debilidad esencial del punto de vista sofístico, una personalidad destinada, si no a restaurar la moral tradicional, sí en todo caso a fundar una moral rigurosamente objetiva, un personaje llamado a mostrar que el relativismo de los sofistas no era ni con mucho tan coherente ni sostenible como a primera vista podía parecer. Este personaje fue Sócrates .
Sócrates es una de las figuras más extraordinarias y decisivas de toda la historia.
Sea positivo o negativo el juicio que sobre él recaiga , de cualquier manera es imposible desconocer su importancia. Tan así es que se lo ha comparado con Jesús, porque así como a partir de Cristo la historia experimenta un profundo cambio, de manera semejante Sócrates significa un decisivo codo de su curso. Y es curioso observar que así como Jesús, históricamente considerado, es un enigma, porque apenas se sabe algo más que su existencia, de modo parejo es muy poco lo que se sabe con seguridad acerca de Sócrates; no dejó nada escrito y los testimonios que sobre él se poseen –principalmente Platón, Jenofonte y Aristófanes- no son coincidentes, y aun son contradictorios en cuestiones capitales .
Sócrates representa la reacción contra el relativismo y subjetivismo sofísticos. Singular ejemplo de unidad entre teoría y conducta, entre pensamiento y acción, fue a la vez capaz de llevar tal unidad al plano del conocimiento, al sostener que la virtud es conocimiento y el vicio ignorancia. Y, principalmente, en una época en que todos creen saberlo todo, o poder enseñarlo todo y discutirlo todo, en pro o en contra indistintamente, sin importárseles la verdad o justicia de lo que dicen -sugestiva coincidencia con nuestro propio tiempo-, Sócrates proclama su propia ignorancia.
Un amigo de Sócrates, Querefonte, fue una vez al oráculo del dios Apolo, en Delfos - el más venerado entre todos los oráculos de Grecia-, y al que habían consultado siempre y seguirían consultando los griegos en los momentos difíciles de su historia. Y al preguntar Querefonte al dios quién era el más sabio, el oráculo respondió que el más sabio de los hombres era Sócrates . Pero cuando éste se entera, queda perplejo, porque no reconoce en sí mismo ninguna sabiduría en el sentido corriente de la palabra. Sócrates se siente confundido, porque tiene conciencia de estar lleno de dudas, no de conocimientos. ¿Será que el dios ha mentido? Sin embargo, esto es imposible, porque un verdadero dios no puede mentir, como tampoco puede haberse equivocado. Por lo tanto sospecha Sócrates que las palabras del oráculo deben tener un sentido oculto, y que su vida, la de Sócrates, debe estar consagrada a poner de manifiesto y mostrar en los hechos el sentido encubierto del pronunciamiento del dios.
Para aclarar las palabras del oráculo, Sócrates no encuentra mejor camino que el de emprender una especie de pesquisa entre sus conciudadanos; se propone interrogar a todos aquellos que pasan por sabios y confrontar así con los hechos la afirmación del dios y comprobar entonces si los demás saben más que él o no, y en qué sentido.
¿Por quienes empezar? Por nadie mejor que por aquellos que -como ocurre también en nuestros días- suelen sostener que lo saben todo o el mayor número de cosas, y se ofrecen para resolver todos los problemas; es decir, los políticos. Sócrates, entonces, empieza por interrogar a los políticos, y los interroga ante todo sobre algo que debieran saber muy bien: ¿qué es la justicia?; ya que el propósito fundamental de todo gobierno debiera ser primordialmente lograr un Estado justo. Pero sometidos al interrogatorio, pronto resulta que le responden mal, o que no saben en absoluto la respuesta.
Sócrates interroga luego a los poetas, y observa que en sus poemas suelen decir cosas maravillosas, muy profundas y hermosas; pero que, sin embargo, son incapaces de dar razón de lo que dicen, de explicarlo convenientemente, ni pueden tampoco aclarar por qué lo dicen. Y es que el poeta habla, pero a través de él hablan -según decían los antiguos- las musas, las divinidades, y no él mismo; el poeta es un inspirado (ενθουσιαζων [enthousiázon] significa literalmente en-diosado) y por ello ocurre frecuentemente que el sentido más profundo de lo que dice se le escapa, en tanto que lo descubren los múltiples lectores e intérpretes que vuelven una vez y otra sobre sus obras. Tampoco los poetas, entonces, merecen ser llamados sabios.
Sócrates interroga por último a los artesanos: zapateros, herreros, constructores de navíos, etc., y descubre que éstos sí tienen un saber positivo: saben fabricar cosas útiles, y además saben dar razón de cada una de las operaciones que realizan. Lo malo, sin embargo, reside en que, por conocer todo lo referente a su oficio, creen saber también de las cosas que no son su especialidad -como, por ejemplo, se creen capacitados para la política, cuando en realidad no lo están.
Al final de esta larga pesquisa comprende por fin Sócrates la verdad profunda de la declaración del dios: los demás creen saber, cuando en realidad no saben ni tienen conciencia de esa ignorancia, mientras que él, Sócrates, posee esta conciencia de su ignorada que a los demás les falta. De manera que la sabiduría de Sócrates no consiste en la posesión de determinada doctrina, no es sabio porque sepa mayor número de cosas; muchos, como los artesanos, poseen múltiples conocimientos de que Sócrates está desposeído; pero en cambio él puede afirmar con plena conciencia: "Sólo sé que no sé nada", y en esto consiste toda su sabiduría y su única superioridad sobre los demás.
Platón le hace decir en la Apología:
Me parece, atenienses, que sólo el dios es el verdadero sabio, y que esto ha querido decir por su oráculo, haciendo entender que toda la sabiduría humana no es gran cosa, o por mejor decir, que no es nada; y si el oráculo ha nombrado a Sócrates, sin duda se ha valido de mi nombre como de un ejemplo, y como si dijese a todos los hombres: "El más sabio entre vosotros es aquel que reconoce, como Sócrates, que su sabiduría no es nada" .
Frente a la infinitud e inabarcable complejidad de la realidad, frente al misterio que late en todas las cosas y en especial en la vida humana y en su destino, todo lo que el hombre pueda saber es siempre, por su finitud irremediable, casi nada; el nombre es profundamente ignorante de los más grandes problemas que lo conmueven, las grandes cuestiones de su destino y del sentido del mundo. Y, sin embargo, los hombres presumen saberlo, sin quizás haberse siquiera planteado el problema, ni menos haberlo pensado detenidamente. Cada hombre, por ejemplo, cree saber cuál debe ser el sentido de la vida humana, puesto que en cada caso ha elegido (o, en el peor de los casos, desea) una determinada manera de vivirla -como comerciante, o como poeta, o como médico, etc.-, afirmando con ello implícitamente el valor del tipo escogido, así como el de las actitudes que asume en cada caso concreto -trabajar, o robar, o mentir, o rezar. Y sin embargo pocos, muy pocos, se plantean el problema de la "verdad" o "bondad" de tal vida o tales actitudes, ni menos todavía son capaces de "dar razón" de todo ello. Por lo común, más que realizar personalmente sus existencias, los hombres se dejan vivir, se dejan arrastrar por la marea de la vida, por las opiniones hechas, por lo que "la gente" dice o hace (cf. Cap. XIV, § 10).
De esta forma Sócrates descubre los límites de todo conocimiento humano, piensa a fondo esta radical situación de finitud que caracteriza al hombre (cf. Cap. I, § 7); éste sólo llega a la conciencia adecuada de su humanidad, de aquello en que reside su esencia, cuando toma conciencia de lo poco que sabe. En este sentido Sócrates es sabio: porque no pretende, ingenuamente, como los demás, saber lo que no sabe.
4. La misión de Sócrates
Pero además Sócrates considera que, desde el momento en que la declaración de su "sabiduría" proviene de un dios, de Apolo, tal declaración ha de tener algún otro significado; el origen divino del oráculo lo convence a Sócrates de que tiene que cumplir una misión. O dicho con otras palabras: el resultado del interrogatorio practicado sobre aquellos atenienses que pasaban por sabios le revela a Sócrates cuál debe ser la tarea de su propia vida, la de Sócrates. Si su "sabiduría" se ha revelado mediante el examen practicado entre sus conciudadanos y en tanto los examinaba, ello significa que sólo es sabio cumpliendo esta tarea. Por tanto, que el dios lo llame sabio equivale a señalarle su misión, equivale a exhortarlo a que siga interrogando a sus conciudadanos. Sócrates llega a la conclusión, entonces, de que el dios le ha encomendado precisamente esta tarea, la de examinar a los hombres para mostrarles lo frágil de su supuesto saber, para hacerles ver que en realidad no saben nada. Su misión será la de recordarles a los hombres el carácter precario de todo saber humano y librarlos de la ilusión de ese falso saber, la de llevarlos a tomar conciencia de los límites de la naturaleza humana.
En este sentido, no fue propiamente un maestro, si por maestro se entiende alguien que tiene una doctrina establecida y simplemente la transmite a los demás; por el contrario, Sócrates insiste una y mil veces en que él no sabe nada, y que lo único que pretende es poner a prueba el saber que los demás dicen tener. Su función es la de exhortar o excitar a sus conciudadanos atenienses, pues a su juicio el dios lo ha destinado
a esta ciudad [...] como a un corcel noble y generoso, pero entorpecido por su misma grandeza y que tiene necesidad de espuela que le excite y despierte. Se me figura que soy yo el que el dios ha escogido para excitaros, para punzaros, para exhortaros todos los días, sin abandonaros un solo instante.
Sócrates compara aquí su ciudad, plena de grandeza, con un corcel, a quien su grandeza misma, su fama y su gloria lo han entorpecido; en otras palabras, que se ha dormido sobre sus laureles; y que necesita, por tanto, de alguien que lo aguijonee, que lo espolee, vale decir, que lo despierte al sentido de la existencia, tanto más cuanto que es responsable depositario de su anterior gloria, heredero de noble pasado que, sin su esfuerzo de valoración, conservación, atesoramiento y cultivo, desaparecería, hundiéndose entonces el pueblo ateniense en la indignidad.
Convencido de su misión, Sócrates persigue sin cesar a sus conciudadanos, por las plazas y los gimnasios, por calles y casas; y los interroga constantemente -de un modo que sin duda debió parecer molesto, cargoso y enfadoso a muchos de sus contemporáneos- para saber si llevan una vida noble y justa, o no, y exigiéndoles además en cada caso las razones en que se fundan para obrar tal como lo hacen, y comprobar así si se trata de verdaderas razones, o sólo de razones aparentes. Tal actitud, y la crítica constante a que sometía las ideas y las personas de su tiempo, puede, por lo menos en buena medida, explicar el odio que sobre sí se atrajo y la acusación de "corromper a la juventud e introducir nuevos dioses", acusación que lo llevó a la muerte (muerte a la que no quiso substraerse, aunque lo hubiese logrado con facilidad, por respeto a las leyes de su ciudad y a su propia convicción referente a la unidad entre pensamiento y conducta) .
Sócrates, pues, no comunicaba ninguna doctrina a los que interrogaba. Su objeto fue completamente diferente: consistió en el continuo examen que los demás y de sí mismo, en la permanente incitación y requerimiento a problematizarlo todo, considerando que lo más valioso del hombre, lo que lo define, está justo en su capacidad de preguntar, de plantearse problemas, que es lo que mejor le recuerda la condición humana, a diferencia del Dios -el único verdaderamente sabio y por ello libre de problemas y de preguntas. Por todo esto puede hablarse del carácter problematicista de su filosofar: su "enseñanza" no consistía en transmitir conocimientos, sino en tratar de que sus interlocutores tomaran conciencia de los problemas, que se percatasen de este hecho sorprendente y primordial de que hay problemas, y sobre todo problemas éticos, problemas referidos a la conducta, o, si se quiere, problemas existenciales, esto es, referentes a la existencia de cada uno de nosotros. Estos problemas no son casuales, ni caprichosos, ni académicos; por el contrario, se insertan en la realidad más concreta de cada individuo humano. Se trata, en definitiva, de la forma cómo debemos vivir nuestra vida, del sentido que ha de imprimírsele. La existencia humana, en efecto, es esencialmente abierta, a diferencia de los animales, porque a éstos la especie respectiva les determina el desarrollo de toda su vida. El hombre puede elaborar su existencia de maneras muy diversas, contrarias, o aun absolutamente incomparables; mientras que el animal reacciona de manera uniforme frente a un estímulo o situación dados, el hombre puede reaccionar de mil modos diferentes. Por eso cada vida humana es tan diferente de las demás (cf. Cap. XV, § 1).
5. Primer momento del método socrático: la refutación
Su filosofía, pues, la ejercita Sócrates con aquellos a quienes somete a examen; su filosofar es co-filosofar (συνφιλοσοφειν [synfilosoféin]). El filosofar socrático no es la faena de un hombre que, más o menos solitario o aislado del mundo, escriba en su gabinete de trabajo páginas y más páginas conteniendo sus "doctrinas". Por el contrario, Sócrates filosofa conversando con los demás, mediante el diálogo como especial organización de preguntas y respuestas convenientemente orientadas, y en el que consiste el método socrático. Por tanto, habrá que explicar ahora en qué consiste lo propio de este método y qué fines persigue.
Ante todo hay que llamar la atención sobre una característica general del método, o, mejor, sobre el tono general del mismo, que es al propio tiempo rasgo distintivo de la personalidad de Sócrates: la ironía. En sentido corriente, el vocablo "ironía" se refiere a la actitud de quien dice lo contrario de lo que en efecto piensa, pero de manera tal que se echa de ver que en realidad piensa justamente lo opuesto de lo que dice (como si alguien, viendo a un calvo, le preguntase por el peine que usa, o viendo a una persona muy delgada, le preguntase si ha roto la balanza). En griego "ironía" (ειρωνεια [eironéia]) significaba "disimulo", o la acción de interrogar fingiendo ignorancia. En Sócrates se trata de su especial actitud frente al interrogado: disimulando hábilmente la propia superioridad, manifiesta Sócrates su falta de conocimiento acerca de tal o cual tema, y finge estar convencido del saber del otro, con objeto de que le comunique ese supuesto saber; para terminar, según se verá, obligándolo intelectualmente a que reconozca su propia ignorancia. De manera que la ironía califica la actitud de Sócrates frente a la presunción del falso saber, y resulta del contraste entre el alto ideal que Sócrates tiene del conocimiento, y la orgullosa ignorancia o jactancia del interrogado.
Ahora bien, el método propiamente dicho tiene dos momentos: el primero, que es un momento negativo, se llama refutación; y el segundo, positivo, que es la mayéutica.
La refutación (ελεγχος [élenjos]) consiste en mostrar al interrogado, mediante una serie de hábiles preguntas, que las opiniones que cree verdaderas son, en realidad, falsas, contradictorias, incapaces de resistir el examen de la razón. Sócrates se dirige, por ejemplo, a un general, pidiéndole que le diga qué es la valentía; o se dirige a un pedagogo preguntándole qué es la virtud, hacia la cual toda educación debiera orientarse; o bien le pregunta a un político qué es la justicia, puesto que toda política debiera empeñarse por realizarla. Sócrates mismo no responde a estas preguntas, arguyendo que ignora las respuestas. Los interrogados, en cambio, creen ingenuamente saber lo que se les pregunta -como, por los demás, todos creemos ingenuamente saberlo-; pero el interrogatorio a que Sócrates los somete pone en evidencia que se trata de un falso saber: en el momento en que ello se hace manifiesto, Sócrates los ha refutado. Un magnífico ejemplo de refutación se encuentra en el Libro I de la República, en el que se combaten las opiniones del sofista Trasímaco mencionado más arriba (§ 2). Aquí nos limitaremos a citar y comentar algunos pasajes del Laques -uno de los diálogos juveniles de Platón, en los cuales presumiblemente reproduce con mayor fidelidad el método y los temas de su maestro.
En el Laques (190 e ss) Sócrates le pregunta al general de este nombre, a cuyas órdenes había servido en Delio, qué es la valentía, cosa que un militar seguramente habrá de saber; y, en efecto, responde muy ufano
Laques: Por Zeus, Sócrates, no es difícil decirlo: si alguien queda en su puesto, y enfrenta al enemigo, y no huye, sabe que éste es valiente .
Sócrates señala, además, que al preguntar por la valentía lo que se busca no son ejemplos, sino lo común a todos los casos posibles:
Quería interrogarte, no sólo sobre la valentía de los hoplitas [los soldados de la infantería pesada griega, que luchaban, en general, de la manera indicada por Laques], sino también sobre la de la caballería y la de todos los combatientes en general. Y no solamente sobre la valentía de los combatientes, sino asimismo sobre la de los hombres expuestos a los peligros del mar; y sobre la que se manifiesta en la enfermedad, en la pobreza, en la vida política; la que resiste no sólo los males y los temores, sino también las pasiones y los placeres, sea luchando a pie firme o retirándose. Porque en todos estos casos, Laques, hay hombres valientes, ¿no?
Laques: Por cierto que sí, Sócrates .
Además de la valentía militar, se encuentra también la valentía ante cualquier clase de peligros -por ejemplo, los de una tormenta en medio del mar-; y asimismo se puede ver valiente o cobarde ante las enfermedades o ante la pobreza, y aun frente a las pasiones y placeres (v. gr. resistiéndolos, en lugar de dejarse arrastrar por ellos). De modo que hay distintos tipos de valor -militar, moral, político, etc.-, y dentro de cada tipo, además, cabe la posibilidad de asumir actitudes diferentes, que pueden llegar a ser opuestas, según se vio, respecto de la virtud militar, con los hoplitas y los escitas. No obstante, a pesar de todos esos diferentes tipos de valentía, y a pesar de la variedad de diferentes actitudes posibles en cada tipo, se habla de hombres "valientes", vale decir, de algo que todos estos tienen en común; y es ese algo común, justamente, lo que Sócrates busca:
Sócrates: Mi pregunta se refería a qué es la valentía [...]. Trata pues de decirme [...] qué es lo que es lo mismo en todos estos casos .
Sócrates, pues, pide que Laques le señale lo que es "lo mismo o idéntico en todos los casos o instancias particulares" -así como si alguien preguntara qué es la belleza, la respuesta adecuada no podría consistir en decir: "María es bella", porque lo que se busca con la pregunta es lo que María tiene en común con todas las demás personas hermosas, y con todas las obras de arte, y con todos los paisajes hermosos, etc. Ahora bien, lo común a todos los casos particulares no es ya nada particular, sino universal: Sócrates busca el "universal" (como se dirá en la Edad Media), la esencia o naturaleza. Porque la esencia es lo que hace que una cosa sea lo que es y no otra (la esencia de la valentía es lo que hace que un acto sea valiente, y no cobarde; la esencia del triángulo es ser una figura de tres lados). La esencia, considerada (no tanto en la cosa a la que determina, sino) en el pensamiento, o, en otros términos, la esencia en tanto se la piensa, se llama concepto. Y la respuesta a la pregunta por la esencia de algo se llama definición –por ejemplo, si se pregunta: "¿qué es el triángulo?", la definición será: "el triángulo es una figura de tres lados". De manera que la definición desarrolla o explica la esencia de algo. Resulta, por consiguiente, que Sócrates busca la definición de los conceptos (o esencias): de la "valentía", en el diálogo que se está examinando; de la "piedad' en el Eutifrón; de la "justicia" en la República, etc.
Habiéndose aclarado lo que Sócrates busca, el interrogado aventura una definición. Pero Sócrates, mediante nuevas preguntas, mostrará que la definición aducida es insuficiente; y los nuevos esfuerzos del interrogado para lograr otra u otras definiciones hacen que Sócrates ponga de manifiesto que tampoco sirven, que son incompatibles entre sí, contradictorias, o que conducen a consecuencias absurdas. En el caso del Laques, el general ensaya la siguiente definición:
Laques: Me parece que consiste en cierta firmeza o persistencia del ánimo, si he de decir cuál es la naturaleza [o esencia] de la valentía en todos los casos .
Sócrates observa, sin embargo -y Laques coincide con él-, que si la valentía debe ser algo perfecto, noble y bueno ("bello-y-bueno" -καλοκαγαθος [kalokagathós]-, decían los griegos), y no cualquier firmeza o persistencia lo es. Quien tiene un vicio y se mantiene y persiste en él, tiene firmeza, pero se trata entonces de una firmeza innoble, mala y despreciable. La firmeza será perfecta sólo en la medida en que esté acompañada de sensatez, de inteligencia, a diferencia de la persistencia insensata o tonta:
Sócrates: ¿No es acaso la firmeza acompañada de sensatez la que es noble y buena?
Laques: Ciertamente.
Sócrates: ¿Y si la acompaña la insensatez? ¿No es entonces mala y perjudicial?
Laques: Sí.
Sócrates: Y algo malo y perjudicial, ¿puedes llamarlo bello?
Laques: Estaría mal hacerlo, Sócrates .
Resulta entonces que la valentía, que evidentemente ha de ser algo hermoso y noble, no podría ir acompañada de insensatez o locura, sino de inteligencia, de buen tino. Por tanto, parecería ahora posible alcanzar la definición buscada.
Sócrates: ¿Entonces, según tú, la valentía sería la persistencia sensata?
Laques. Así parece .
Sin embargo, con lo dicho todavía no se sabe bien en qué consiste la valentía, porque es preciso aclarar en qué sentido, o respecto de qué, es sensata la persistencia para que pueda llamársela valentía.
Sócrates: Veamos, pues. ¿En qué es sensata? ¿Lo es en relación con todas las cosas, tanto grandes cuanto pequeñas? Por ejemplo, si alguien persiste en gastar dinero con sensatez, sabiendo que luego ganará más, ¿dirás que es valiente?
Laques: ¡Por Zeus, claro que no!
En efecto, nadie hablaría de valentía en el caso, v. gr., de un comerciante que se empeña y persiste en invertir grandes cantidades de dinero, con toda constancia e inteligencia, aunque no le den ganancia por algún tiempo, pero calculando que luego le rendirán gran beneficio. O bien
Sócrates: Suponte ahora un médico que, cuando su hijo, o cualquier otro paciente, enfermo de neumonía, le pide de beber o de comer, no cede a ello y persiste [en no darle ni bebida ni comida].
Laques: Tampoco en este caso [se hablará de valentía] .
Se ve entonces que hay quienes, con toda inteligencia y sensatez, se mantienen y persisten en cierta actitud -como el comerciante y el médico-, sin que por ello se los pueda llamar valientes en modo alguno. Por consiguiente, como la definición propuesta puede aplicarse a casos en que, manifiestamente, no se trata de valentía, la definición no sirve. La primera respuesta de Laques ("si un soldado queda en su puesto, y se mantiene firme contra el enemigo, y no huye") era demasiado estrecha, porque se refería a un caso particular (a la valentía de los hoplitas, y en ciertas circunstancias, no siempre). La nueva definición, en cambio, sufre del defecto contrario: es demasiado amplia, puesto que puede aplicarse a muchas actitudes que no tienen nada que ver con la valentía, y por ello confunde la valentía con lo que no es valentía. Los manuales de lógica enseñan que la definición no debe ser ni demasiado amplia (por ejemplo, "el triángulo es una figura") ni demasiado estrecha ("el triángulo es una figura de tres lados iguales"); "de-finir" viene a ser tanto como fijar los límites de algo, establecer sus con-fines, de manera tal que lo definido quede perfectamente de-terminado, que no se le quite terreno ni se le dé de más, sino sólo el que le corresponde ("el triángulo es una figura de tres lados"). La función de la definición consiste en separar, en acotar con todo rigor lo que se quiere definir. Ninguna de las respuestas de Laques, pues, es una verdadera definición, desde el momento en que no cumplen con tal función. Pero todavía hay más dificultades con la última "definición".
Sócrates: En la guerra, un hombre resiste con firmeza y está dispuesto a combatir, por un cálculo inteligente, sabiendo que otros vendrán en su ayuda, que el adversario es menos numeroso y más débil que su propio bando, y que tiene además la ventaja de una mejor posición. Este hombre, cuya persistencia se apoya en tanta prudencia y preparativos, ¿te parece más valiente que quien, en las filas opuestas, sostiene enérgicamente su ataque y persiste en él?
Laques: Es este otro el que me parece más valiente, Sócrates.
Sócrates. Pero la persistencia o firmeza [de este último] es menos sensata que la del primero.
Laques: Es verdad .
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Sócrates: ¿No habíamos dicho que la audacia y la persistencia insensatas eran innobles y perjudiciales?
Laques: Cierto.
Sócrates: Y habíamos convenido en que la valentía era algo hermoso.
Laques: Efectivamente.
Sócrates: Pues bien, ahora resulta que, por el contrario, llamamos valentía a algo feo: a la persistencia insensata.
Laques: Es verdad.
Sócrates. ¿Te parece, pues, que hemos dicho bien?
Laques. Por Zeus, Sócrates, ciertamente que no .
Sócrates se refiere al caso de quienes defienden una posición muy segura, tienen mayoría y esperan refuerzos, mientras que quienes atacan son pocos y no han reflexionado suficientemente pero llevan el ataque con todo vigor. Laques, entonces, y quizás casi todo aquel a quien se le preguntara, dirá que son más valientes los segundos.
Ahora bien, tal admisión tiene el inconveniente de que conduce a una contradicción, puesto que antes se había establecido que la valentía debe estar acompañada de sensatez, mientras que en este caso resulta que los menos sensatos se muestran como los más valientes.
Estos pocos pasajes del Laques bastan para hacerse una idea relativamente adecuada de la refutación . Ésta se produce en cuanto el análisis muestra que las consecuencias de la tesis o definición inicialmente aceptada son absurdas o contradicen el punto de partida: la valentía, por un lado, que primeramente se había dicho que debía ser algo hermoso, resulta fea, por no ser sensata; por otro, ocurre que, si bien se había sentado que la valentía es un acto acompañado de sensatez o inteligencia, resulta insensata, puesto que parece más valiente, en el ejemplo, el soldado que menos uso hace de su inteligencia. El procedimiento de refutación, entonces (en que se reconoce, por lo menos en parte, el método de reducción al absurdo corriente en las matemáticas), consiste en llevar al absurdo la afirmación del interlocutor; mediante una serie de conclusiones legítimas se pone de relieve el error o la contradicción que aquélla encierra, aunque a primera vista no lo parezca. Sócrates no comienza negando la tesis propuesta, sino admitiéndola provisionalmente, pero luego, mediante hábiles preguntas, lleva a su interlocutor a desarrollarla, a sacar sus consecuencias, lo arrastra de conclusión en conclusión hasta que se manifiesta la insostenibilidad del punto de partida, puesto que se desemboca en el absurdo o en la contradicción.
6. La refutación como catarsis
Cuando el interrogatorio de Sócrates llega al punto en que se hace evidente la insostenibilidad de la "definición" de Laques, éste expresa de modo muy vivo el estado de ánimo, la perplejidad y desazón en que se encuentra:
No estoy acostumbrado a esta clase de discursos; [...] en verdad que me irrita verme tan incapaz de expresar lo que pienso. Pues creo que tengo el pensamiento de lo que es la valentía, pero se me escapa no sé cómo, de manera que mis palabras no pueden llegar a captarlo y formularlo.
Este estado de ánimo, de perplejidad y decepción, lo expresa -y tras interrogatorio relativamente breve- un hombre que, como él mismo dice, no está acostumbrado a tal género de discusiones, que no está habituado a los discursos filosóficos, pero que, de todos modos, siente una especial incomodidad en su espíritu, que él ve solamente como incapacidad para expresarse: cree "saber" aquello que se le pregunta, pero no se encuentra en condiciones de ponerlo adecuadamente en palabras. -Podría muy bien preguntarse, sin embargo, si tiene derecho a decir que posee una idea exacta de una cuestión quien no se encuentra en condiciones de expresarla, puesto que en tal caso lo que ocurra es tal vez que no se tiene idea de ella o no se la piensa con precisión; porque si en verdad se tiene la idea rigurosa de algo, se tendrá, al propio tiempo, la expresión, puesto que pensamiento y lenguaje, concepto y palabra, probablemente marchen siempre estrechamente unidos. Mas sea de ello lo que fuere, lo que ahora interesa es más bien otra cuestión.
En otro diálogo platónico, en el Menón, el personaje que da nombre a la obra expresa en cierto momento el mismo estado de ánimo en que se encontraba Laques.
Menón acaba de ser refutado, y entonces observa:
Menón. Sócrates, había oído decir, antes de encontrarte, que tú no haces otra cosa sino plantearte dudas y dificultades y hacer que los demás se las planteen.
Estas palabras reflejan bien lo que hemos llamado el carácter problematicista de filosofar socrático, cuyo objeto era sembrar dudas, hacer que los demás pensasen, en lugar de estar convencidos y contentos de saber lo que en realidad no sabían. Y agrega Menón:
Si me permites una broma, te diré que, tanto por tu aspecto cuanto por otros respectos, me pareces muy semejante a ese chato pez marino llamado torpedo.
Pues entorpece súbitamente a quien se le acerca y lo toca; y tú me parece que ahora has producido en mí algo semejante. Verdaderamente, se me han entorpecido el alma y la boca, y no sé ya qué responderte.
Tal como Menón lo dice de manera tan plástica, la refutación socrática termina por turbar el ánimo del interrogado -que creía saber y estaba muy satisfecho de sí mismo y de su pretendida ciencia-, hasta dejarlo en una situación en la cual ya no sabe qué hacer, en que no puede siquiera opinar, pues se encuentra como paralizado mentalmente.
Pero, ¿qué se proponía Sócrates al conducir a los interrogados a ese estado de turbación?, ¿qué fin buscaba con la refutación? No debe creerse que quisiese poner en ridículo las opiniones ajenas o burlarse de aquellos con quienes discutía -aunque sin duda muchas de las víctimas del método hayan creído que, efectivamente, se estaba mofando de ellas. Es indudable que en muchos casos el procedimiento envuelve buena dosis de ironía; pero, de todas maneras, no se trata de un juego intelectual ni de una burla. Por el contrario, y a pesar del "humor" con que la lleva a cabo Sócrates, hombre que conoce todas las debilidades humanas y las comprende, la refutación es actividad perfectamente seria. Más aun, se trata de una actividad, no sólo lógica o gnoseológica, sino primordialmente moral. Pues la meta que la refutación persigue es la purificación o purga que libra al alma de las ideas o nociones erróneas. Para Sócrates la ignorancia y el error equivalen al vicio, a la maldad; sólo se puede ser malo por ignorancia, porque quien conoce el bien no puede sino obrar bien. Por tanto, quitarle a alguien las ideas erróneas equivale a una especie de purificación moral.
Se han empleado los términos "liberación", "purificación" y "purga", que el propio Sócrates utiliza. En el Sofista, otro diálogo platónico, se desarrolla este tema trazando una especie de paralelo con la teoría médica contemporánea acerca de la purga. La palabra griega es catarsis (καθαρσις [kátharsis]), que significaba "limpieza", "purificación" en sentido religioso, y "purga".
Quien tiene el alma llena de errores, vale decir, quien tiene su espíritu contaminado por nociones falsas, no está en condiciones de admitir el verdadero conocimiento; para poder asimilar adecuadamente la verdad, es preciso que previamente se le hayan quitado los errores, que se haya liberado, purificado o purgado el alma, que se la haya sometido pues a la "catarsis". En el diálogo mencionado dice Sócrates lo siguiente:
En efecto, los que purgan [a los interrogados, es decir, los filósofos] están de acuerdo con los médicos del cuerpo en que éste no puede obtener provecho ninguno del alimento que ingiere hasta que no haya eliminado todos los obstáculos internos. La teoría médica sostenía que el cuerpo no se halla en condiciones de aprovechar los alimentos mientras se encuentren en él substancias o humores que lo perturben en su natural equilibrio; sólo una vez que la purga haya eliminado los humores malignos y haya limpiado el organismo, restableciendo el equilibrio perturbado, el enfermo podrá asimilar los alimentos de manera conveniente.
Aquéllos [los filósofos] han pensado del mismo modo respecto del alma: que ésta no podrá beneficiarse de la enseñanza que recibe hasta tanto no la hayan refutado, y hasta que no hayan llevado así al refutado a avergonzarse de sí mismo y lo hayan desembarazado de las opiniones que le impedían aprender, y así lo hayan purgado y convencido de saber sólo lo que sabe, y nada más.
De manera semejante a lo que ocurre con el cuerpo sucede con el espíritu, según Sócrates: mientras esté infectado de errores, mal podrá aprovechar las enseñanzas, por mejores que éstas sean; se hace preciso, pues, purgarlo, purificarlo de las falsas opiniones, que no son sino obstáculos para el verdadero saber. La refutación hace, pues, que el refutado se llene de vergüenza por su falso saber y reconozca los límites de sí mismo. Sólo merced a este proceso catártico -de resonancia no sólo médica, sino también religiosa- puede colocarse al hombre en el camino que lo conduzca al verdadero conocimiento: tan sólo el reconocimiento de la propia ignorancia puede constituir el principio o punto de partida del saber realmente válido.
Se comprende entonces mejor lo que Sócrates busca: la eliminación de todo saber que no esté fundamentado. Por este lado, su método se orienta, pues, hacia la eliminación de los supuestos (cf. Cap. III, § 10). A su juicio nada puede tener valor si resulta incapaz de sostener la crítica, si no puede salir airoso del examen a que lo someta el tribunal de la razón. Un conocimiento sólo merecerá el nombre de tal en la medida en que sea capaz de superar cualquier crítica que sobre él se ejerza; de otro modo, no puede pasar de ser una mera opinión -provisoria, teóricamente insostenible, útil quizá para la vida más corriente del hombre, pero no para una vida plenamente humana, consciente de sí misma.
7. Segundo momento del método socrático: la mayéutica
Del segundo momento del método socrático, el momento positivo, se hablará sólo brevemente, porque su desarrollo corresponde más bien a la filosofía platónica.
Sócrates, que como todos los griegos era muy dado a las comparaciones pintorescas, lo llama mayéutica (µαιευτικη [maieutiké]), que significa el arte de partear, de ayudar a dar a luz. En efecto, en el Teétetos Sócrates recuerda que su madre, Fenareta, era partera, y advierte que él mismo también se ocupa del arte obstétrico; sólo que su arte se aplica a los hombres y no a las mujeres, y se relaciona con sus almas y no con sus cuerpos. Porque así como la comadrona ayuda a dar a luz, pero ella misma no da a luz, del mismo modo el arte de Sócrates consiste, no en proporcionar él mismo conocimientos, sino en ayudar al alma de los interrogados a dar a luz los conocimientos de que están grávidas.
Insiste Sócrates de continuo en que toda su labor consiste sólo en ayudar o guiar al discípulo, y no en transmitirle información. Por eso el procedimiento que utiliza no es el de la disertación, el de la conferencia, el del manual, sino sencillamente el diálogo. La verdad solamente puede hallarse de manera auténtica mediante el diálogo, en la conversación, lo que supone que no hay verdades ya hechas, listas -en los libros o donde sea-, sino que el espíritu del que aprende, para que su aprendizaje sea genuino, tiene que comportarse activamente, pues tan sólo con su propia actividad llegará al saber. Lo que se busca no es "informar", entonces, sino "formar", para emplear expresiones más actuales.
La verdadera "ciencia", entonces, el conocimiento en el sentido superior de la palabra, es el saber que cada uno encuentra por sí mismo; de manera tal que al maestro no le corresponde otra tarea sino la de servir de guía al discípulo. El verdadero saber no se aprende en los libros ni se impone desde fuera, sino que representa un hallazgo eminentemente personal. Por eso es por lo que, siguiendo las huellas de su maestro, los diálogos de Platón -sobre todo los que suelen llamarse "socráticos" -no terminan, propiamente, como ocurre por ejemplo con el Laques. Ahí se plantea el problema acerca de qué sea la valentía, pero esa pregunta no se responde; se discuten y critican distintas soluciones posibles, pero por último el diálogo concluye, los interlocutores se despiden, y parece que no se ha llegado a nada, porque la definición buscada no se ha hallado. Pero es que ésta no interesaba tanto como más bien lograr que el lector pensase por su cuenta.
¿Qué se diría de un autor teatral que, después de la representación de su obra, saliese al escenario para explicar a los espectadores lo que ha sucedido? Sin duda, se diría que es mal dramaturgo, ya que considera que el público no ha podido darse cuenta de lo ocurrido, del sentido de la trama. Los diálogos socráticos, y, en general, casi todas las obras de Platón, hay que leerlas, podría decirse, como piezas teatrales, las que, en cierto modo, quedan inconclusas por lo que a su sentido se refiere, y donde el propio espectador, por su cuenta, debe sacar las conclusiones. El diálogo hace patente el problema, permite que el lector penetre en el sentido pleno de la cuestión, y finalmente llega a su fin sin dar la respuesta, como diciéndole al lector que, si es persona suficientemente madura e inteligente, continuando el camino señalado por el diálogo habrá de encontrar la respuesta buscada. Porque ni en filosofía, ni en ninguna cuestión esencial, es posible dar respuestas hechas (cf. Cap. XIV, § 20 y Cap. XV, § 3).
Así como la refutación, entonces, ha liberado el alma de todos los falsos conocimientos, la mayéutica trata de que el propio interrogado, guiado por Sócrates, encuentre la respuesta. En un célebre pasaje del Menón, por ejemplo, Sócrates interroga a un joven esclavo, inteligente, sin duda, pero totalmente ignorante de geometría, y por medio de hábiles preguntas -que propiamente no "dicen" nada, sino que tan sólo "orientan" al esclavo, o le llevan la atención hacia algo en que no había reparado- lo conduce a extraer una serie de conclusiones relativamente complicadas, de modo que el esclavo mismo es el primero en sorprenderse por haberlas descubierto. Sobre la base de un dibujo, el esclavo debe calcular la superficie de un cuadrado (ABCD). Sócrates le pregunta luego acerca del cuadrado cuya superficie sea doble de la del primero: ¿cuánto medirá su lado? El esclavo no acierta en un primer momento; dice que ese lado será doble del lado del primer cuadrado. Pero pronto comprende, guiado por Sócrates, que de ese modo se obtiene un cuadrado cuya superficie (DEFG) es cuatro veces mayor que la del primero. Por último descubre que el lado buscado se encuentra en la diagonal (AC) del primer cuadrado, y que el cuadrado resultante se construye sobre esta diagonal (HIJK). El esclavo mismo declara haber dicho mucho más de lo que creía saber.
Es posible pensar que Sócrates no se comporte tan pasivamente como afirma hacerlo. Pero, de todos modos, lo que interesa notar es que sus preguntas o incitaciones ponen en marcha la actividad del pensamiento del discípulo, de tal manera que el interrogado emprende efectivamente la tarea de conocer, de usar la razón; y esto es lo primordial. Enseñar, en el sentido superior y último de la palabra, no puede consistir en inculcar conocimientos ya listos en el espíritu de quien simplemente los recibiría, no puede ser una enseñanza puramente exterior, sino preparar e incitar el espíritu para el trabajo intelectual, y para que se esfuerce por su solución. El maestro no representa más que un estímulo; el discípulo, en cambio, debe llegar a la conclusión correcta mediante su propio esfuerzo y reflexión.
8. La anamnesis; pasaje a Platón
Ahora bien, ¿cómo se explica que el espíritu, simplemente guiado por el maestro, pueda alcanzar por sí solo la verdad? Sócrates sostiene que el interrogado no hace sino encontrar en sí mismo, en las profundidades de su espíritu, conocimientos que ya poseía sin saberlo. De algún modo, el alma descubre en sí misma las verdades que desde su origen posee de manera "cubierta", des-oculta el saber que tiene oculto; la condición de posibilidad de la mayéutica reside justo en esto: en que el alma a que se aplica esté grávida de conocimiento.
La explicación "mitológica" que Platón da de la cuestión se encuentra en la doctrina de la pre-existencia del alma. Ésta ha contemplado en el más allá el saber que ha olvidado al encarnar en un cuerpo, pero que justamente "recuerda" gracias a la mayéutica: "conocer" y "aprender" son así "recuerdo", anamnesis (αναµνησις) o "reminiscencia".
Así pues, siendo el alma inmortal y habiendo nacido muchas veces, y habiendo visto todas las cosas, tanto las de este mundo cuanto las del mundo invisible, no hay nada que no haya aprendido; de modo que no es nada asombroso que pueda recordar todo lo que aprendió antes acerca de la virtud y acerca de otras cuestiones. Porque como todos los entes están emparentados, y como el alma ha aprendido todas las cosas, nada impide que, recordando una sola -lo que los hombres llaman aprender-, descubra todas las otras cosas, si se trata de alguien valeroso y no desfallece en la búsqueda. Porque el investigar y el aprender no son más que recuerdo.
Con la frase "mundo invisible" traducimos "en el (mundo de) Hades", nombre del dios que presidía la región adonde iban las almas de los muertos, el "otro" mundo, y nombre que literalmente significaría "in-visible". Esa expresión es un recurso literario-mitológico utilizado aquí para contraponer a las cosas sensibles, otros entes que no cambian, y al conocimiento sensible otro de especie totalmente diferente. De hecho hay en el hombre, además del conocimiento empírico, a posteriori, es decir, referido a las cosas sensibles, a las cosas de este mundo, otro conocimiento radicalmente diferente, que no depende de la experiencia, es decir racional o a priori (como, por ejemplo, 2 + 2 = 4; cf. Cap. X, § 4), y que por tanto se refiere a lo no-sensible, a lo in-visible.- Pero con esta teoría de la anamnesis y del conocimiento a priori nos encontramos ya, probablemente, con temas que pertenecen propiamente a Platón, más que a su maestro.
BIBLIOGRAFÍA
PLATÓN, Apología de Sócrates, trad. L-E. Noussan-Lettry, Buenos Aires, Astrea, 1973.
PLATÓN, Critón, trad. Noussan-Lettry, Buenos Aires, Astrea, 1973. JENOFONTE,
Recuerdos de Sócrates, trad. G. Bacca. México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1946.
R.MONDOLFO, Sócrates, Buenos Aires, Eudeba, 1960.
A. BANFI, Socrate, Milano, Garzanti, 1944.
A. TOVAR, Vida de Sócrates, Madrid, Revista de Occidente,2 1953.
R. MONDOLFO, El pensamiento antiguo, Libro II, Caps. I y II.
W. JAEGER, Paideia, trad. esp., México, Fondo de Cultura Económica, Libro III, Cap. II.
W. WINDELBAND, Historia de la filosofía antigua, §§ 25-27.
Veáse también, en el capítulo siguiente, la bibliografía sobre Platón.
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