JOSÉ ORTEGA Y GASSET
IDEAS Y CREENCIAS
CAPÍTULO PRIMERO
CREER Y PENSAR
I
Las ideas se tienen; en las creencias se está. - "Pensar en las cosas" y "contar con ellas".
Cuando se quiere entender a un hombre, la vida de un hombre, procuramos ante todo averiguar cuáles son sus ideas. Desde que el europeo cree tener "sentido histórico", es ésta la exigencia más elemental. ¿Cómo no van a influir en la existencia de una persona sus ideas y las ideas de su tiempo? La cosa es obvia. Perfectamente; pero la cosa es también bastante equívoca, y, a mi inicio, la insuficiente claridad sobre lo que se busca cuando se inquieren las ideas de un hombre -o de una época- impide que se obtenga claridad sobre su vida, sobre su historia.
Con la expresión "ideas de un hombre" podemos referirnos a cosas muy diferentes. Por ejemplo: los pensamientos que se le ocurren acerca de esto o de lo otro y los que se le ocurren al prójimo y él repite y adopta. Estos pensamientos pueden poseer los grados más diversos de verdad. Incluso pueden ser "verdades científicas". Tales diferencias, sin embargo, no importan mucho, si importan algo, ante la cuestión mucho más radical que ahora planteamos. Porque, sean. Pensamientos vulgares, sean rigorosas "teorías científicas", siempre se tratará de ocurrencias que en un hombre surgen, originales suyas o insufladas por el prójimo. Pero esto implica evidentemente que el hombre estaba ya ahí antes de que se le ocurriese o adoptase la idea. Ésta brota, de uno u otro modo, dentro de una vida que preexistía a ella. Ahora bien, no hay vida humana que no esté desde luego constituida por ciertas creencias básicas y, por decirlo así, montada sobre ellas. Vivir es tener que habérselas con algo -con el mundo y consigo mismo. Mas ese mundo y ese "sí mismo" con que el hombre se encuentra le aparecen ya bajo la especie de una interpretación, de "ideas" sobre el mundo y sobre sí mismo.
Aquí topamos con otro estrato de ideas que un hombre tiene. Pero ¡cuán diferente de todas aquellas que se le ocurren o que adopta! Estas "ideas" básicas que llamo "creencias" -ya se verá por qué- no surgen en tal día y hora dentro de nuestra vida, no arribamos a ellas por un acto particular de pensar, no son, en suma, pensamientos que tenemos, no son ocurrencias ni siquiera de aquella especie más elevada por su perfección lógica y que denominamos razonamientos. Todo lo contrario: esas ideas que son, de verdad, "creencias" constituyen el continente de nuestra vida y, por ello, no tienen el carácter de contenidos particulares dentro de ésta. Cabe decir que no son ideas que tenemos, sino ideas que somos. Más aún: precisamente porque son creencias radicalísimas se confunden para nosotros con la realidad misma -son nuestro mundo y nuestro ser-, pierden, por tanto, el carácter de ideas, de pensamientos nuestros que podían muy bien no habérsenos ocurrido.
Cuando se ha caído en la cuenta de la diferencia existente entre esos dos estratos de ideas aparece, sin más, claro el diferente papel que juega en nuestra vida. Y, por lo pronto, la enorme diferencia de rango funcional. De las ideas-ocurrencias -y conste que incluyo en ellas las verdades más rigorosas de la ciencia- podemos decir que las producimos, las sostenemos, las discutimos, las propagamos, combatimos en su pro y hasta somos capaces de morir por ellas. Lo que no podemos es... vivir de ellas. Son obra nuestra y, por lo mismo, suponen ya nuestra vida, la cual se asienta en ideas-creencias que no producimos nosotros, que, en general, ni siquiera nos formulamos y que, claro está, no discutimos ni propagamos ni sostenemos. Con las creencias propiamente no hacemos nada, sino que simplemente estamos en ellas. Precisamente lo que no nos pasa jamás- si hablamos cuidadosamente- con nuestras ocurrencias. El lenguaje vulgar ha inventado certeramente la expresión "estar en la creencia". En efecto, en la creencia se está, y la ocurrencia se tiene y se sostiene. Pero la creencia es quien nos tiene y sostiene a nosotros.
Hay, pues, ideas con que nos encontramos -por eso las llamo ocurrencias- e ideas en que nos encontramos, que parecen estar ahí ya antes de que nos ocupemos en pensar.
Una vez visto esto, lo que sorprende es que a unas y a otras se les llame lo mismo: ideas. La identidad de nombre es lo único que estorba para distinguir dos cosas cuya disparidad brinca tan claramente ante nosotros sin más que usar frente a frente estos dos términos: creencias y ocurrencias. La incongruente conducta de dar un mismo nombre a dos cosas tan distintas no es, sin embargo, una casualidad ni una distracción. Proviene de una incongruencia más honda: de la confusión entre dos problemas radicalmente diversos que exigen dos modos de pensar y de llamar no menos dispares.
Pero dejemos ahora este lado del asunto: es demasiado abstruso. Nos basta con hacer notar que "idea" es un término del vocabulario psicológico y que la psicología, como toda ciencia particular, posee sólo jurisdicción subalterna. La verdad de sus conceptos es relativa al punto de vista particular que la constituye y vale en el horizonte que ese punto de vista crea y acota. Así, cuando la psicología dice de algo que es una "idea", no pretende haber dicho lo más decisivo, lo más real sobre ello. El único punto de vista que no es particular y relativo es el de la vida, por la sencilla razón de que todos los demás se dan dentro de ésta y son meras especializaciones de aquél. Ahora bien, como fenómeno vital la creencia no se parece nada a la ocurrencia: su función en el organismo de nuestro existir es totalmente distinta y, en cierto modo, antagónica. ¿Qué importancia puede tener en parangón con esto el hecho de que, bajo la perspectiva psicológica, una y otra sean "ideas" y no sentimientos, voliciones, etc.?
Conviene, pues, que dejemos este término -"ideas"- para designar todo aquello que en nuestra vida aparece como resultado de nuestra ocupación intelectual. Pero las creencias se nos presentan con el carácter opuesto. No llegamos a ellas tras una faena de entendimiento, sino que operan ya en nuestro fondo cuando nos ponemos a pensar sobre algo. Por eso no solemos formularlas, sino que nos contentamos con aludir a ellas como solemos hacer con todo lo que nos es la realidad misma. Las teorías, en cambio, aun las más verídicas, sólo existen mientras son pensadas: de aquí que necesiten ser formuladas.
Esto revela, sin más, que todo aquello en que nos ponemos a pensar tiene ipso facto para nosotros una realidad problemática y ocupa en nuestra vida un lugar secundario si se le compara con nuestras creencias auténticas. En éstas no pensamos ahora o luego: nuestra relación con ellas consiste en algo mucho más eficiente; consiste en... contar con ellas, siempre, sin pausa.
Me parece de excepcional importancia para inyectar, por fin, claridad en la estructura de la vida humana esta contraposición entre pensar en una cosa y contar con ella. El intelectualismo que ha tiranizado, casi sin interrupción, el pasado entero de la filosofía ha impedido que se nos haga patente y hasta ha invertido el valor respectivo de ambos términos. Me explicaré.
Analice el lector cualquier comportamiento suyo, aun el más sencillo en apariencia. El lector está en su casa y, por unos u otros motivos, resuelve salir a la calle. ¿Qué es en todo este su comportamiento lo que propiamente tiene el carácter de pensado, aun entendiendo esta palabra en su más amplio sentido, es decir, como conciencia clara y actual de algo? El lector se ha dado cuenta de sus motivos, de la resolución adoptada, de la ejecución de los movimientos con que ha caminado, abierto la puerta, bajado la escalera. Todo esto en el caso más favorable. Pues bien, aun en ese caso y por mucho que busque en su conciencia no encontrará en ella ningún pensamiento en que se haga constar que hay calle. El lector no se ha hecho cuestión ni por un momento de si la hay a no la hay ¿Por qué? No se negará que para resolverse a salir a la calle es de cierta importancia que la calle exista. En rigor, es lo más importante de todo, el supuesto de todo lo demás. Sin embargo, precisamente de ese tema tan importante no se ha hecho cuestión el lector, no ha pensado en ello ni para negarlo ni para afirmarlo ni para ponerlo en duda. ¿Quiere esto decir que la existencia o no existencia de la calle no ha intervenido en su comportamiento? Evidentemente, no. La prueba se tendría si al llegar a la puerta de su casa descubriese que la calle había desaparecido, que la tierra concluía en el umbral de su domicilio o que a ante él se había abierto una sima. Entonces se produciría en la conciencia del lector una clarísima y violenta sorpresa. ¿De qué? De que no había aquélla. Pero ¿no habíamos quedado en que antes no había pensado que la hubiese, no se había hecho cuestión de ello? Esta sorpresa pone de manifiesto hasta qué punto la existencia de la calle actuaba en su estado anterior, es decir, hasta qué punto el lector contaba con la calle aunque no pensaba en ella y precisamente porque no pensaba en ella.
El psicólogo nos dirá que se trata de un pensamiento habitual, y que por eso no nos damos cuenta de él, o usará la hipótesis de lo subconsciente, etc. Todo ello, que es muy cuestionable, resulta para nuestro asunto por completo indiferente. Siempre quedará que lo que decisivamente actuaba en nuestro comportamiento, como que era su básico supuesto, no era pensado por nosotros con conciencia clara y aparte. Estaba en nosotros, pero no en forma consciente, sino como implicación latente de nuestra conciencia o pensamiento. Pues bien, a este modo de intervenir algo en nuestra vida sin que lo pensemos llamo "contar con ello". Y ese modo es el propio de nuestras efectivas creencias.
El intelectualismo, he dicho, invierte el valor de los términos. Ahora resulta claro el sentido de esta acusación. En efecto, el intelectualismo tendía a considerar como lo más eficiente en nuestra vida lo más consciente. Ahora vemos que la verdad es lo contrario. La máxima eficacia sobre nuestro comportamiento reside en las implicaciones latentes de nuestra actividad intelectual, en todo aquello con que contamos y en que, de puro contar con ello, no pensamos.
¿Se entrevé ya el enorme error cometido al querer aclarar la vida de un hombre o una época por su ideario; esto es, por sus pensamientos especiales, en lugar de penetrar más hondo, hasta el estrato de sus creencias más o menos inexpresas, de las cosas con que contaba? Hacer esto, fijar el inventario de las cosas con que se cuenta, sería, de verdad, construir la historia, esclarecer la vida desde su subsuelo.
II
El azoramiento de nuestra época. - Creemos en la razón y no en sus ideas. - La ciencia casi poesía.
Resumo: cuando intentamos determinar cuáles son las ideas de un hombre o de una época, solemos confundir dos cosas radicalmente distintas: sus creencias y sus ocurrencias o "pensamientos". En rigor, sólo estas últimas deben llamarse "ideas".
Las creencias constituyen la base de nuestra vida, el terreno sobre que acontece. Porque ellas nos ponen delante lo que para nosotros es la realidad misma. Toda nuestra conducta, incluso la intelectual, depende de cuál sea el sistema de nuestras creencias auténticas. En ellas "vivimos, nos movemos y somos". Por lo mismo, no solemos tener conciencia expresa de ellas, no las pensamos, sino que actúan latentes, como implicaciones de cuanto expresamente hacemos o pensamos. Cuando creemos de verdad en una cosa no tenemos la "idea" de esa cosa, sino que simplemente "contamos con ella".
En cambio, las ideas, es decir, los pensamientos que tenemos sobre las cosas, sean originales o recibidos, no poseen en nuestra vida valor de realidad. Actúan en ella precisamente como pensamientos nuestros y sólo como tales. Esto significa que toda nuestra "vida intelectual" es secundaria a nuestra vida real o auténtica y representa a ésta sólo una dimensión virtual o imaginaria. Se preguntará qué significa entonces la verdad de las ideas, de las teorías. Respondo: la verdad o falsedad de una idea es una cuestión de "política interior" dentro del mundo imaginario de nuestras ideas. Una idea es verdadera cuando corresponde a la idea que tenemos de la realidad. Pero nuestra idea de la realidad no es nuestra. Ésta consiste en todo aquello con que de hecho contamos al vivir. Ahora bien, de la mayor parte de las cosas con que de hecho contamos no tenemos la menor idea, y si la tenemos -por un especial esfuerzo de reflexión sobre nosotros mismos- es indiferente porque no nos es realidad en cuanto idea, sino, al contrario, en la medida en que no nos es sólo idea, sino creencia infraintelectual.
Tal vez no haya otro asunto sobre el que importe más a nuestra época conseguir claridad como este de saber a qué atenerse sobre el papel y puesto que en la vida humana corresponde a todo lo intelectual. Hay una clase de épocas que se caracterizan por su gran azoramiento. A esa clase pertenece la nuestra. Mas cada una de esas épocas se azora un poco de otra manera y por un motivo distinto. El gran azoramiento de ahora se nutre últimamente de que tras varios siglos de ubérrima producción intelectual y de máxima atención a ella el hombre empieza a no saber qué hacerse con las ideas. Presiente ya que las habla tomado mal, que su papel en la vida es distinto del que en estos siglos les ha atribuido, pero aún ignora cuál es su oficio auténtico.
Por eso importa mucho que, ante todo, aprendamos a separar con toda limpieza la "vida intelectual" -que, claro está, no es tal vida- de la vida viviente, de la real, de la que somos. Una vez hecho esto y bien hecho, habrá lugar para plantearse las otras dos cuestiones: ¿En qué relación mutua actúan las ideas y las creencias? ¿De dónde vienen, cómo se forman las creencias?
Dije en el parágrafo anterior que inducía a error dar indiferentemente el nombre de ideas a creencias y ocurrencias. Ahora agrego que el mismo daño produce hablar, sin distingos, de creencias, convicciones, etc., cuando se trata de ideas. Es, en efecto, una equivocación llamar creencia a la adhesión que en nuestra mente suscita una combinación intelectual, cualquiera que ésta sea. Elijamos el caso extremo que es el pensamiento científico más rigoroso, por tanto, el que se funda en evidencias. Pues bien, aun en ese caso, no cabe hablar en serio de creencia. Lo evidente, por muy evidente que sea, no nos es realidad, no creemos en ello. Nuestra mente no puede evitar reconocerlo como verdad; su adhesión es automática, mecánica. Pero, entiéndase bien, esa adhesión, ese reconocimiento de la verdad no significa sino esto: que, puestos a pensar en el tema, no admitiremos en nosotros un pensamiento distinto ni opuesto a ese que nos parece evidente. Pero... ahí está: la adhesión mental tiene como condición que nos pongamos a pensar en el asunto, que queramos pensar. Basta esto para hacer notar la irrealidad constitutiva de toda nuestra "vida intelectual". Nuestra adhesión a un pensamiento dado es, repito, irremediable; pero, como está en nuestra mano pensarlo o no, esa adhesión tan irremediable, que se nos pondría como la más imperiosa realidad, se convierte en algo dependiente de nuestra voluntad e ipso facto deja de sernos realidad. Porque realidad es precisamente aquello con que contamos, queramos o no. Realidad es la contravoluntad, lo que nosotros no ponemos; antes bien, aquello con que topamos.
Además de esto, tiene el hombre clara conciencia de que su intelecto se ejercita sólo sobre materias cuestionables; que la verdad de las ideas se alimenta de su cuestionabilidad. Por eso, consiste esa verdad en la prueba que de ella pretendemos dar.
La idea necesita de la crítica como el pulmón del oxigeno y se sostiene y afirma apoyándose en otras ideas que, a su vez, cabalgan sobre otras formando un todo o sistema. Arman, pues, un mundo aparte del mundo real, un mundo integrado exclusivamente por ideas de que el hombre se sabe fabricante y responsable. De suerte que la firmeza de la idea más firme se reduce a la solidez con que aguanta ser referida a todas las demás ideas. Nada menos, pero también nada más. Lo que no se puede es contrastar una idea, como si fuera una moneda, golpeándola directamente contra la realidad, como si fuera una piedra de toque. La verdad suprema es la de lo evidente, pero el valor de la evidencia misma es, a su vez, meta teoría, idea y combinación intelectual.
Entre nosotros y nuestras ideas hay, pues, siempre una distancia infranqueable: la que va de lo real a lo imaginario. En cambio, con nuestras creencias estamos inseparablemente unidos. Por eso cabe decir que las somos. Frente a nuestras concepciones gozarnos un margen, mayor o menor, de independencia. Por grande que sea su influencia sobre nuestra vida, podemos siempre suspenderlas, desconectarnos de nuestras teorías. Es más, de hecho exige siempre de nosotros algún especial esfuerzo comportarnos conforme a lo que pensamos, es decir, tomarlo completamente en serio. Lo cual revela que no creemos en ello, que presentimos como un riesgo esencial fiarnos de nuestras ideas, hasta el punto de entregarles nuestra conducta tratándolas como si fueran creencias. De otro modo, no apreciaríamos el ser "consecuente con sus ideas" como algo especialmente heroico.
No puede negarse, sin embargo, que nos es normal regir nuestro comportamiento conforme a muchas "verdades científicas". Sin considerarlo heroico, nos vacunamos, ejercitamos usos, empleamos instrumentos que, en rigor, nos parecen peligrosos y cuya seguridad no tiene más garantía que la de la ciencia. La explicación es muy sencilla y sirve, de paso, para aclarar al lector algunas dificultades con que habrá tropezado desde el comienzo de este ensayo. Se trata simplemente de recordarle que entre las creencias del hombre actual es una de las más importantes su creencia en la "razón", en la inteligencia. No precisemos ahora las modificaciones que en estos últimos años ha experimentado esa creencia. Sean las que fueren, es indiscutible que lo esencial de esa creencia subsiste, es decir, que el hombre continúa contando con la eficiencia de su intelecto como una de las realidades que hay, que integran su vida. Pero téngase la serenidad de reparar que una cosa es fe en la inteligencia y otra creer en las ideas determinadas que esa inteligencia fragua. En ninguna de estas ideas se cree con fe directa. Nuestra creencia se refiere a la cosa inteligencia, así en general, y esa fe no es una idea sobre la inteligencia.
Compárese la precisión de esa fe en la inteligencia con la imprecisa idea que casi todas las gentes tienen de la inteligencia. Además, como ésta corrige sin cesar sus concepciones y a la verdad de ayer sustituye la de hoy, si nuestra fe en la inteligencia consistiese en creer directamente en las ideas, el cambio de éstas traería consigo la pérdida de fe en la inteligencia. Ahora bien, pasa todo lo contrario. Nuestra fe en la razón ha aguantado imperturbable los cambios más escandalosos de sus teorías, inclusive los cambios profundos de la teoría sobre qué es la razón misma. Estos últimos han influido, sin duda, en la forma de esa fe, pero esta fe seguía actuando impertérrita bajo una u otra forma.
He aquí un ejemplo espléndido de lo que deberá, sobre todo, interesar a la historia cuando se resuelva verdaderamente a ser ciencia, la ciencia del hombre. En vez de ocuparse sólo en hacer la "historia" -es decir, en catalogar la sucesión- de las ideas sobre la razón desde Descartes a la fecha, procurará definir con precisión cómo era la fe en la razón que efectivamente operaba en cada época y cuáles eran sus consecuencias para la vida. Pues es evidente que el argumento del drama en que la vida consiste es distinto si se está en la creencia de que un Dios omnipotente y benévolo existe que si se está en la creencia contraria. Y también es distinta la vida, aunque la diferencia sea menor, de quien cree en la capacidad absoluta de la razón para descubrir la realidad, como se creía a fines del siglo XVII en Francia, y quien cree, como los positivistas de 1860, que la razón es por esencia conocimiento relativo.
Un estudio como éste nos permitiría ver con claridad la modificación sufrida por nuestra fe en la razón durante los últimos veinte años, y ello derramaría sorprendente luz sobre casi todas las cosas extrañas que acontecen en nuestro tiempo.
Pero ahora no me urgía otra cosa sino hacer que el lector cayese en la cuenta de cuál es nuestra relación con las ideas, con el mundo intelectual. Esta relación no es de fe en ellas: las cosas que nuestros pensamientos, que las teorías nos proponen, no nos son realidad, sino precisamente y sólo... ideas.
Mas no entenderá bien el lector lo que algo nos es, cuando nos es sólo idea y no realidad, si no le invito a que repare en su actitud frente a lo que se llama "fantasías, imaginaciones". Pero el mundo de la fantasía, de la imaginación, es la poesía. Bien, no me arredro; por el contrario, a esto quería llegar. Para hacerse bien cargo de lo que nos son las ideas, de su papel primario en la vida, es preciso tener el valor de acercar la ciencia a la poesía mucho más de lo que hasta aquí se ha osado. Yo diría, si después de todo lo enunciado se me quiere comprender bien, que la ciencia está mucho más cerca de la poesía que de la realidad, que su función en el organismo de nuestra vida se parece mucho a la del arte. Sin duda, en comparación con una novela, la ciencia parece la realidad misma. Pero en comparación con la realidad auténtica se advierte lo que la ciencia tiene de novela, de fantasía, de construcción mental, de edificio imaginario.
III
La duda y la creencia - El "mar de dudas" - El lugar de las ideas.
El hombre, en el fondo, es crédulo o, lo que es igual, el estrato más profundo de nuestra vida, el que sostiene y porta todos los demás, está formado por creencias . Éstas son, pues, la tierra firme sobre que nos afanamos. (Sea dicho de paso que la metáfora se origina en una de las creencias más elementales que poseemos y sin la cual tal vez no podríamos vivir: la creencia en que la tierra es firme, a pesar de los terremotos que alguna vez y en la superficie de algunos de sus lugares acontecen. Imagínese que mañana, por unos u otros motivos, desapareciera esa creencia. Precisar las líneas mayores del cambio radical que en la figura de la vida humana esa desaparición produciría, fuera un excelente ejercicio de introducción al pensamiento histórico).
Pero en esa área básica de nuestras creencias se abren, aquí o allá, como escotillones, enormes agujeros de duda. Éste es el momento de decir que la duda, la verdadera, la que no es simplemente metódica ni intelectual, es un modo de la creencia y pertenece al mismo estrato que ésta en la arquitectura de la vida. También en la duda se está. Sólo que en este caso el estar tiene un carácter terrible. En la duda se está como se está en un abismo, es decir, cayendo. Es, pues, la negación de la estabilidad. De pronto sentimos que bajo nuestras plantas falla la firmeza terrestre y nos parece caer, caer en el vacío, sin poder valernos, sin poder hacer nada para afirmarnos, para vivir. Viene a ser como la muerte dentro de la vida, como asistir a la anulación de nuestra propia existencia. Sin embargo, la duda conserva de la creencia el carácter de ser algo en que se está, es decir, que no lo hacemos o ponemos nosotros. No es una idea que podríamos pensar o no, sostener, criticar, formular, sino que, en absoluto, la somos. No se estime como paradoja, pero considero muy difícil describir lo que es la verdadera duda si no se dice que creemos nuestra duda. Si no fuese así, si dudásemos de nuestra duda, sería ésta innocua. Lo terrible es que actúa en nuestra vida exactamente lo mismo que la creencia y pertenece al mismo estrato que ella. La diferencia entre la fe y la duda no consiste, pues, en a creer. La duda no es un "no creer" frente al creer, ni es un "creer que no" frente a un "creer que si". El elemento diferencial está en lo que se cree. La fe cree que Dios existe o que Dios no existe. Nos sitúa, pues, en una realidad, positiva o "negativa", pero inequívoca, y, por eso, al estar en ella nos sentimos colocados en algo estable.
Lo que nos impide entender el papel de la duda en nuestra vida es presumir que no nos pone delante una realidad. Y este error proviene, a su vez, de haber desconocido lo que la duda tiene de creencia. Sería muy cómodo que bastase dudar de algo para que ante nosotros desapareciese como realidad. Pero no acaece tal cosa, sino que la duda nos arroja ante lo dudoso, ante una realidad tan realidad como la fundada en la creencia, pero que es ella ambigua, bicéfala, inestable, frente a la cual no sabemos a qué atenernos ni qué hacer. La duda, en suma, es estar en lo inestable como tal: es la vida en el instante del terremoto, de un terremoto permanente y definitivo.
En este punto, como en tantos otros referentes a la vida humana, recibimos mayores esclarecimientos del lenguaje vulgar que del pensamiento científico. Los pensadores, aunque parezca mentira, se han saltado siempre a la torera aquella realidad radical, la han dejado a su espalda. En cambio, el hombre no pensador, más atento a lo decisivo, ha echado agudas miradas sobre su propia existencia y ha dejado en el lenguaje vernáculo el precipitado de esas entrevisiones. Olvidamos demasiado que el lenguaje es ya pensamiento, doctrina. Al usarlo como instrumento para combinaciones ideológicas más complicadas, no tomamos en serio la ideología primaria que él expresa, que él es. Cuando, por un azar, nos despreocupamos de lo que queremos decir nosotros mediante los giros preestablecidos del idioma y atendemos a lo que ellos nos dicen por su propia cuenta, nos sorprende su agudeza, su perspicaz descubrimiento de la realidad.
Todas las expresiones vulgares referentes a la duda nos hablan de que en ella se siente el hombre sumergido en un elemento insólido, infirme. Lo dudoso es una realidad liquida donde el hombre no puede sostenerse, y cae. De aquí el "hallarse en un mar de dudas". Es el contraposto al elemento de la creencia: la tierra firme . E insistiendo en la misma imagen, nos habla de la duda como una fluctuación, vaivén de olas. Decididamente, el mundo de lo dudoso es un paisaje marino e inspira al hombre presunciones de naufragio. La duda, descrita como fluctuación, nos hace caer en la cuenta de hasta qué punto es creencia. Tan lo es, que consiste en la superfetación del creer. Se duda porque se está en dos creencias antagónicas, que entrechocan y nos lanzan la una a la otra, dejándonos sin suelo bajo la planta. El dos va bien claro en el du de la duda.
Al sentirse caer en esas simas que se abren en el firme solar de sus creencias, el hombre reacciona enérgicamente. Se esfuerza en "salir de la duda". Pero ¿qué hacer? La característica de lo dudoso es que ante ello no sabemos qué hacer. ¿Qué haremos, pues, cuando lo que nos pasa es precisamente que no sabemos qué hacer porque el mundo -se entiende, una porción de él- se nos presenta ambiguo? Con él no hay nada que hacer. Pero en tal situación es cuando el hombre ejercita un extraño hacer que casi no parece tal: el hombre se pone a pensar. Pensar en una cosa es lo menos que podemos hacer con ella. No hay ni que tocarla. No tenemos ni que movernos. Cuando todo en torno nuestro falla, nos queda, sin embargo, esta posibilidad de meditar sobre lo que nos falla. El intelecto es el aparato más próximo con que el hombre cuenta. Lo tiene siempre a mano. Mientras cree no suele usar de él, porque es un esfuerzo penoso.
Pero al caer en la duda se agarra a él como a un salvavidas.
Los huecos de nuestras creencias son, pues, el lugar vital donde insertan su intervención las ideas. En ellas se trata siempre de sustituir el mundo inestable, ambiguo, de la duda, por un mundo en que la ambigüedad desaparece. ¿Cómo se logra esto? Fantaseando, inventando mundos. La idea es imaginación. Al hombre no le es dado ningún mundo ya determinado. Sólo le son dadas las penalidades y las alegrías de su vida. Orientado por ellas, tiene que inventar el mundo. La mayor porción de él la ha heredado de sus mayores y actúa en su vida como sistema de creencias firmes. Pero cada cual tiene que habérselas por su cuenta con todo lo dudoso, con todo lo que es cuestión. A este fin ensaya figuras imaginaras de mundos y de su posible conducta en ellos. Entre ellas, una le parece idealmente más firme, y a eso llama verdad. Pero conste: lo verdadero, y aun lo científicamente verdadero, no es sino un caso particular de lo fantástico. Hay fantasías exactas. Más aún: sólo puede ser exacto lo fantástico. No hay modo de entender bien al hombre si no se repara en que la matemática brota de la misma raíz que la poesía, del don imaginativo.
CAPÍTULO SEGUNDO
LOS MUNDOS INTERIORES
I
La ridiculez del filósofo. –La “panne” del automóvil y la histórica.- Otra vez “Ideas y creencias”
Se trata de preparar las mentes contemporáneas para que llegue a hacerse claridad sobre lo que acaso constitución la raíz última de todas las actuales angustias y miserias, a saber: que tras varios siglos de continuada y ubérrima creación intelectual y habiéndolo esperado todo de ella, empieza el hombre a no saber qué hacerse con las ideas. No se atreve, sin más ni más, a desentenderse radicalmente de ellas porque sigue creciendo, en el fondo, que es la función intelectiva algo maravilloso. Pero al mismo tiempo tiene la impresión de que el papel y el puesto que en la vida humana corresponden a todo lo intelectual no son los que le fueron atribuidos en los tres últimos siglos. ¿Cuáles deben ser? Esto es lo que no se sabe.
Cuando se están sufriendo en su inexorable inmediatez esas angustias y miserias del tiempo en que vivimos, decir que provienen, como de su raíz, de cosa tan abstracta y perespirital como la indicada parece, al pronto, una ridiculez. Al confrontar con ella la faz terrible de lo que sufrimos –crisis económica, guerra y asesinatos, desazón, desesperanza- no se descubre similitud alguna. A lo cual se opondría sólo dos advertencias. Una: que no he visto nunca parecerse nada la raíz de la planta a su flor ni a su fruto. Probablemente, pues, es condición de toda causa no parecerse nada a su efecto. Creer lo contrario fue el error cometido por la interpretación mágica del mundo. La otra es ésta: hay ciertas ridiculeces que deben ser dichas, y para eso existe el filósofo. Al menos Platón declara literalmente, del modo más formal y en la cuyuntura más solemne, que el filósofo tiene una misión de ridiculez. (Véase el diálogo Parménides). No se crea es cosa tan fácil cumplirla. Requiere una especie de coraje que ha solido faltar a los grandes guerreros y a los más atroces revolucionarios. Estos y aquellos que han solido ser gente bastante vanidosa y se les encogía el ombligo cuando se trataba, simplemente, de quedar en ridículo. De aquí que convenga a la humanidad aprovechar el heroísmo peculiar de los filósofos.
No se puede vivir sin alguna instancia última cuya plena vigencia sintamos sobre nosotros. A ella referimos todas nuestras dudas y disputas como un tribunal supremo. En los últimos siglos constituían esta sublime instancia las ideas, lo que solía llamarse la “razón”. Ahora, esa fe en la razón vacila, se obnubila, y como ella soporta todo el resto de nuestra vida resulta que no podemos vivir ni convivir. Porque acontece que no hay en el horizonte ninguna otra fe capaz de sustituirla. De aquí es el cariz de cosa desarraigada que ha tomado nuestra existencia y esa impresión de que caemos, caemos en vacío sin fondo y por mucho que agitemos los brazos no hallamos nada a que agarrarnos. Ahora bien, no es posible que una fe muera si no es porque otra fe ha nacido, porque el mismo motivo que es imposible caer en la cuenta de un error sin encontrarse ispso facto sobre el suelo de una nueva verdad. Se trataría, pues, en nuestro caso de que la fe en la razón sufre una enfermedad, pero no de que ha muerto. Preparemos la convalecencia.
Recuerde el lector el pequeño drama que en su intimidad se disparaba cuando, viajando en automóvil, ignorante de su mecánica, se producía una panne. Primer acto: el hecho acontecido tiene, para los efectos del viaje, un carácter absoluto porque el automóvil se ha parado, no un poco o a medias, sino por completo. Como desconoce las partes de que se compone el automóvil, es éste para él todo indiviso. Si se estropea, quiere decirse que se estropea íntegramente. De aquí que al hecho absoluto de pararse el vehículo busque la mente profana una causa también absoluta y toda panne le perezca, por lo pronto, definitiva e irremediable. Desolación, gestos patéticos: “¡Tendremos que pasar aquí la noche!”. Segundo acto: el mecánico acerca con sorprendente serenidad al motor. Manipula con este o el otro tornillo. Vuelve a tomar el volante. El coche arranca victorioso, como renaciendo de sí mismo. Regocijo. Emoción de salvamento. Tercer acto: bajo el torrente de alegría que nos inunda fluye un hilito de emoción contraria: es un dejo como de vergüenza. No parece que nuestra reacción primera y fatalista era absurda, irreflexiva, pueril. ¿Cómo no pensamos que una máquina es una articulación de muchas piezas y que el menor desajuste de una de éstas puede engendrar su detención? Caemos en la cuenta de que el hecho “absoluto” de pararse no tiene por fuerza una causa también absoluta, sino que basta, tal vez, una leve reforma para restablecer el mecanismo. Nos sentimos, en suma, avergonzados por nuestra falta de serenidad y llenos de respeto hacia el mecánico, hacia el hombre que sabe del asunto.
De la formidable panne que hoy padece la vida histórica nos hallamos hoy en el primer acto. Lo que hace más grave el caso es que, tratándose de asuntos colectivos y de la máquina pública, no es fácil que el mecánico pueda manipular con serenidad y eficacia los tonillos si no cuenta previamente con que los viajeros ponen en él su confianza y su respeto, sí no creen que hay quien “entiende del asunto”. Es decir, que el tercer acto tendría que ir anticiparse al segundo, y esto no es faena mollar. Además, el número de tornillos que fuera preciso ajustar el grande y de lugares muy diversos. ¡Bien! Que cada cual cumpla con su oficio sin presuntuosidad, sin gesticulación. Por eso yo estoy, súcubo bajo la panza del motor, apañando uno de sus rodamientos más secretos.
Retornemos a mi distinción entre creencias e ideas u ocurrencias. Creencias son todas aquellas cosas con que absolutamente contamos aunque no pensemos en ellas. De puro estar seguros de que existen y de que son según creemos, no nos hacemos cuestión de ellas, sino que automáticamente nos comportamos teniéndolas en cuenta. Cuando caminamos por la calle no intentamos pasar a través de los edificios: evitamos automáticamente chocar con ellos sin necesidad de que en nuestra mente surja la idea expresa: “los muros son impenetrables”. En todo momento, nuestra vida está montada sobre un repertorio enorme de creencias parejas. Pero hay cosas y situaciones ante las cuales nos encontramos sin creencia firme: nos encontramos en la duda de si son o no y de si son así o de otro modo. Entonces no tenemos más remedio que hacernos una idea, una opinión sobre ellas. Las ideas son, pues, las “cosas” que nosotros de manera consciente construimos, elaboramos, precisamente porque no creemos en ellas. Pienso que es éste el planteamiento mejor, más hiriente, que menos escape deja a la gran cuestión de cuáles el extraño y sutilísimo papel que juegan en nuestra vida las ideas. Nótese que bajo este título van incluidas todas: las ideas vulgares y las ideas científicas, las ideas religiosas y las de cualquier otro linaje. Porque realidad plena y auténtica no nos es sino aquello que creemos. Mas las ideas nacen de la duda, es decir, en un vacío o hueco de creencia. Por lo tanto, lo que no nos es realidad plena y auténtica. ¿Qué nos es entonces? Se advierte desde luego el carácter ortopédico de las ideas: actúan allí donde una creencia se ha roto o debilitado.
No conviene preguntarse ahora cuál será o el origen de las creencias, de dónde nos vienen, porque la respuesta, como se verá, requiere haberse hecho antes bien cargo de lo que son las ideas. Es mejor método partir de la situación presente, del hecho incuestionable: y éste consiste en que nos encontramos constituidos de un lado por creencias –vengan de donde vengan- y de ideas, que aquéllas forman nuestro mundo real, y éstas son… no sabemos bien qué.
II
La ingratitud del hombre y la desnuda realidad.
El defecto más grave del hombre es la ingratitud. Fundo esta calificación superlativa en que, siendo la sustancia del hombre su historia, todo comportamiento antihistórico adquiere en él un carácter de suicidio. El ingrato olvida que la mayor parte de lo que tiene no es obra suya, sino que le vino regalada de otros, los cuales se esforzaron en crearlo u obtenerlo. Ahora bien, al olvidarlo desconoce radicalmente la verdadera condición de eso que tiene. Cree que es don espontáneo de la naturaleza, indestructible. Eso le hace errar a fondo en el manejo de esas ventajas con que se encuentra e irlas perdiendo más o menos. Hoy presenciamos este fenómeno en grande escala. El hombre actual no se hace eficazmente cargo de que casi todo lo que hoy poseemos para afrontar alguna holgura la existencia lo debemos al pasado y que, por lo tanto, necesitamos andar con mucha atención, delicadeza y perspicacia en nuestro trato con él – sobre todo, que es preciso tenerlo muy en cuenta porque, en rigor, está presente en lo que nos legó-. Olvidar el pasado, volverle la espalda, produce el efecto a que hoy asistimos: la rebarbarización del hombre.
Pero no me interesan ahora estas formas extremas y transitorias de ingratitud. Me importa más el nivel normal de ella que acompaña siempre al hombre y le impide hacerse cargo de cuál es su verdadera condición. Y como en percatarse de sí mismo y caer en la cuenta de lo que somos y de lo que es en su auténtica y primaria realidad cuanto nos rodea consiste la filosofía, quiere decirse que la ingratitud engendra en nosotros terrible ceguera filosófica.
Si se nos pregunta que es realmente eso sobre que pisan nuestros pies, respondemos al punto que es la Tierra. Bajo este vocablo entendemos un astro de tal constitución y tamaño, es decir, una masa cósmica materia que se mueve alrededor del Sol con regularidad y seguridad bastantes para que podamos confiar en ella. Tal es la firme creencia en que estamos, y por eso nos es la realidad, y porque nos es la realidad contamos con ello sin más, no nos hacemos cuestión del asunto en nuestra vida cotidiana. Pero es el caso que, hecha la misma pregunta a un hombre del Siglo VI antes de J.C., su respuesta hubiera sido muy distinta. La Tierra le era una diosa, la diosa madre, Demeter. No un montón de materia, sino un poder divino para advertirnos que la realidad auténtica y primaria de la Tierra no es ni lo uno ni lo otro, que la Tierra-astro y la Tierra-diosa no son sin más ni más la realidad, sino dos ideas, si se quiere, una idea verdadera y una idea errónea sobre esa realidad que inventaron hombres determinados un buen día y a costa de grandes esfuerzos. De suerte que la realidad que nos es la Tierra no procede sin más ni más de éste, sino que la debemos a un hombre, a muchos antepasados, y además que depende su verdad de muchas difíciles consideraciones; en suma, que es problemática y no incuestionable.
La misma advertencia podríamos hacer con respecto a todo, lo cual nos llevaría a descubrir que la realidad en que creemos vivir, con que contamos y a que referimos últimamente todas nuestras esperanzas y temores, es obra y faena de otros hombres y no la auténtica y primaria realidad. Para topar con ésta en su efectiva desnudez fuera preciso quitar sobre ella todas esas creencias de ahora y de otros tiempos, las cuales no son más que interpretaciones ideadas por el hombre de lo que encuentra al vivir, en sí mismo y en su contorno. Antes de toda interpretación, la Tierra no es ni siquiera una “cosa”, porque “cosa” es ya una figura de ser, un modo de comportarse algo (opuesto, por ejemplo, a “fantasma”) construido por nuestra mente para explicarse aquella realidad primaria.
Si fuésemos agradecidos, habríamos, desde luego, caído en la cuenta de que todo eso que nos es la Tierra como realidad y que nos permite en no escasa medida saber a qué atenernos respecto a ella, tranquilizarnos y no vivir estrangulados por un incesante pavor, lo debemos al esfuerzo y el ingenio de los hombres. Sin su intervención estaríamos en nuestra relación con la Tierra y lo mismo con lo demás que nos rodea como estuvo el primer hombre, es decir, aterrados. Hemos heredado todos aquellos esfuerzos en forma de creencias que son el capital sobre que vivimos. La grande y, al vez, elementísima averiguación que ha de hacer el Occidente en los próximos años, cuando acabe de liquidar la borrachera de insensatez que agarró en el siglo XVIII, es que el hombre es, por encima de todo, heredero. Y que esto y no otra cosa es lo que le diferencia radicalmente del animal. Pero tener conciencia de que se es heredero es tener conciencia histórica.
La realidad auténtica de la Tierra no tiene figura, no tiene un modo de ser, es puro enigma. Tomada en esa su primaria y nuda existencia, es suelo que por el momento nos sostiene sin que nos ofrezca la menor seguridad de que no nos a fallar en el instante próximo; es lo que nos ha facilitado la huída de un peligro, pero también lo que en forma de “distancia” nos separa de la mujer amada o de nuestros hijos; es lo que a veces presenta el enojoso carácter de ser cuesta arriba y a veces la deliciosa condición de ser cuesta abajo. La Tierra por sí y mondada de las ideas que el hombre se ha ido formando sobre ella no es, pues, “cosa” ninguna, sino un incierto repertorio de facilidades y dificultades para nuestra vida.
En este sentido digo que la realidad auténtica y primaria no tiene por sí figura. Por eso no cabe llamarla “mundo”. Es un enigma propuesto a nuestro existir. Encontrarse viviendo es encontrarse irrevocablemente sumergido en lo enigmático. A este primario y preintelectual enigma reacciona el hombre haciendo funcionar su aparato intelectual, que es, sobre todo, imaginación. Crea el mundo matemático, el mundo físico, el mundo religioso, moral, político y poético, que son efectivamente “mundos” porque tienen figura y son un orden, un plano. Esos mundos imaginarios son confrontados con el enigma de la auténtica realidad y son aceptados cuando parecen ajustarse a ésta con máxima aproximación. Pero, ben entendido, no se confunden nunca con la realidad misma. En tales o cuales puntos, la correspondencia es tan ajustada que la confusión parcial se producirá – y ya veremos las consecuencias que esto trae-, pero como esos puntos de perfecto encaje son inseparables del resto, cuyo encaje es insuficiente, quedan esos mundos, tomados en su totalidad, como lo que son, como mundos imaginarios, como mundos que sólo existen por obra y gracias nuestra; en suma, como mundos “interiores”. Por eso podemos llamarlos “nuestros”. Y como el matemático tiene su mundo y el físico en cuanto físico, cada uno de nosotros tiene el suyo.
Si esto que digo es verdad, ¿no se advierte lo sorprendente que es? Pues resulta que ante la auténtica realidad, que es enigmática y, por lo tanto, terrible –un problema que sólo lo fuese para el intelecto, por lo tanto, un problema irreal, no es nunca terrible, pero una realidad que precisamente como realidad y por sí consiste en enigma es la terribilidad misma-, el hombre reacciona segregado en la intimidad de sí mismo un mundo imaginario. Es decir, que por lo pronto se retira de la realidad, claro que imaginariamente, y se va a vivir su mundo interior. Esto es lo que el animal no puede hacer. El animal tiene que estar siempre atento a la realidad según ella se presenta, tiene que estar siempre “fuera de sí”. Scheler, en “El puesto de hombre en el cosmos”, entrevé esta diferente condición del animal y el hombre, pero no la entiende bien, no sabe su razón, su posibilidad. El animal tiene que estar fuera de sí por la sencilla razón de que no tiene un “dentro de sí”, un “schez soi”, una intimidad donde meterse cuando pretendiese retirarse de la realidad. Y no tiene intimidad, esto es, mundo interior, porque no tiene imaginación. Lo que llamamos nuestra intimidad no es sino nuestro imaginario mundo, el mundo de nuestras ideas. Ese movimiento merced al cual desatendemos la realidad unos momentos para atender a nuestras ideas es lo específico del hombre y se llama “ensimismarse”. De ese ensimismamiento sale luego el hombre para volver a la realidad, pero ahora mirándola como un instrumento óptico, desde su mundo interior, desde sus idas, algunas de las cuales se consolidaron en creencias. Y esto es lo que sorprendentemente antes anunciaba: que el hombre se encuentra existiendo por partida doble, situado a la vez en la realidad enigmática y en el claro mundo de las ideas que se le han ocurrido. Esta segunda existencia es, por lo mismo, “imaginaria”, peor nótese que el tener una existencia imaginaria pertenece como tal a su absoluta realidad .
III
La ciencia como poesía. –El triángulo y Hamlet.-
El tesoro de los errores.
Conste, pues, que lo solemos llamar mundo real o “exterior” no es la nada, auténtica y primaria realidad con que el hombre se encuentra, sino que ya una interpretación dada por él a esa realidad, por tanto, una idea. Esta idea se ha consolidado en creencia. Creer en una idea significa creer que es la realidad, por tanto, dejar de verla como mera idea.
Pero claro es que esas creencias comenzaron por “no ser más” que ocurrencias o ideas sensu stricto. Surgieron un buen día de la imaginación de un hombre que se ensimismó en ellas, desatendiendo por un momento en el mundo real. La ciencia física, por ejemplo, es una de estas arquitecturas ideales que el hombre construye. Algunas de esas ideas físicas están hoy en nosotros actuando como creencias, pero la mayor parte de ellas son para nosotros ciencia –nada más, nada menos-. Cuando se habla, pues, del “mundo físico” adviértase que en su mayor porción no lo tomamos como mundo real, sino que es un mundo imaginario o “interior”.
Y la cuestión que yo propongo al lector consiste en determinar con todo rigor, sin admitir expresiones vagas o indecisas, cuál es esa actitud en que el físico vive cuando está pensando las verdades de su ciencia. O dicho de otro modo: ¿qué le es al físico su mundo, el mundo de la física? ¿Le es la realidad? Evidentemente, no. Sus ideas le parecen verdaderas, pero ésta es una calificación que subyace el carácter de meros pensamientos que aquéllas le presenta. No es ya posible, como en tiempos más venturosos, definir galanamente la verdad diciendo que es la adecuación del pensamiento con la realidad. El término “adecuación” es equívoco. Si se lo toma en el sentido de “igualdad”, resulta falso. Nunca una idea es igual a la cosa que se refiere. Y si se lo toma más vagamente en el sentido de “correspondencia”, se está ya reconociendo que las ideas no son la realidad, sino todo lo contrario, a saber, ideas y sólo ideas. El físico sabe muy bien que lo que dice su teoría no lo hay en la realidad.
Además, bastaría advertir que el mundo de la física es incompleto, está abarrotado de problemas no resueltos que obligan a no confundirlo con la realidad misma, la cual es precisamente quien le plantea esos problemas. La física no le es, por tanto, realidad, sino un orbe imaginario en el cual imaginariamente vive mientras, a la vez, sigue viviendo la auténtica y primaria realidad de su vida.
Ahora bien, esto que se hace un poco difícil de entender cundo nos referimos a la física y, en general, a la ciencia -,¿no es obvio y claro cuando observamos lo que nos pasa al leer una novela o asistir a una obra teatral? El que lee una novela está, claro es, viviendo la realidad de su vida, pero esta realidad de su vida consiste ahora en haberse evadido de ella por la dimensión virtual de la fantasía y estar cuasi-viviendo en el mundo imaginario que el novelista le describe.
He aquí por qué considero tan fértil la doctrina iniciada en el capítulo primero de este ensayo: que sólo se entiende bien qué nos es algo cuando no nos es realidad, sino idea, si paramos mientes en lo que representa para el hombre la poesía y acertamos valerosamente a ver la ciencia sub especia poeseos.
El “mundo poético” es, en efecto, el ejemplo más transparente de lo que hemos llamado “mundos interiores”. En él aparecen con descuidado cinismo y como a la intemperie los caracteres propios de éstos. Nos damos cuenta que es pura invención nuestra, engendro de nuestra fantasía. No lo tomamos como realidad y, sin embargo, nos ocupamos con las cosas del mundo exterior, es decir, -ya que vivir es ocuparse-, vivimos muchos ratos alojados en el orbe poético y ausentes del real. Conviene, de paso, reconocer que nadie hasta ahora ha dado una mediana respuesta a la cuestión de por qué hace el hombre poesía, de por qué se crea con no poco esfuerzo un universo poético. Y la verdad es que la cosa no puede ser más extraña. ¡Como si el hombre no tuviera de sobra qué hacer con su mundo real para que no necesite explicación el hecho de que se entretenga en imaginar deliberadamente irrealidades!
Pero de la poesía nos hemos acostumbrado a hablar sin gran patetismo. Cuando se dice que no es cosa seria, sólo los poetas se enfadan, que son, como es sabido, genus irritable. No nos cuesta, pues, gran trabajo reconocer que una cosa tan poco seria sea pura fantasía. La fantasía tiene fama de ser la loca de la casa. Más la ciencia y la filosofía ¿qué otra cosa son sino fantasía? El punto matemático, el triángulo geométrico, el átomo físico, no poseerían las exactas calidades que los constituyen si no fuesen meras construcciones mentales. Cuando queremos encontrarlos en la realidad, esto es, en lo perceptible y no imaginario, tenemos que recurrir a la medida, e ipso facto se degrada su exactitud y se convierten en un inevitable “poco más o menos”. ¡Qué casualidad! Lo propio que acontece a los personajes poéticos. Es indubitable: el triángulo y Hamlet tienen el mismo pedigree. Son hijos de la loca de la casa, fantasmagorías.
El hecho de que las ideas científicas tengan respecto a la realidad compromisos distintos de los que aceptan las ideas poéticas y que su relación con las cosas sea más prieta y más seria no debe estorbarnos para reconocer que ellas, las ideas, no son sino fantasías y que sólo debemos vivirlas como tales fantasías, pese a su seriedad. Si hacemos lo contrario tergiversamos la actitud correcta ante ellas: las tomamos como si fuesen la realidad, o, lo que es igual, confundimos el mundo interior con el exterior, que es lo que, un poco mayor escala, suele hacer el demente.
Refresque el lector en su mente la situación originaria del hombre. Para vivir tiene éste que hacer algo, que habérselas con lo que le rodea. Mas para decidir qué es lo que va a hacer con todo eso necesita saber a qué atenerse respecto a ello, es decir, saber qué es. Como esa realidad primaria no le descubre amistosamente su secreto, no tiene más remedio que movilizar su aparato intelectual, cuyo órgano principal –sostengo yo- es la imaginación. El hombre imagina una cierta figura o modo de ser de la realidad. Supone que es tal o cual, inventa el mundo o un pedazo de él. Ni más ni menos que un novelista por lo que respecta el carácter imaginario de su creación. La diferencia está en el propósito con que la crea. Un plano topográfico ni es ni más ni menos fantasmagórico que el paisaje de un pintor. Pero el pintor no ha pintado su paisaje para que le sirva de guía en su viaje por la comarca, y el plano ha sido hecho con esta finalidad. El “mundo interior” que es la ciencia es el ingente plano que elaboramos desde hace tres siglos y medio para caminar entre las cosas. Y viene a ser como si nos dijéramos: “suponiendo que la realidad fuera tal y como yo la imagino, mi comportamiento mejor en ella y con ella debía ser tal y tal. Probemos si el resultado es bueno”. La prueba es arriesgada. No se trata de juego. Va en ello el acierto de nuestra vida. ¿No es insensato hacer que penda nuestra vida de la improbable coincidencia entre la realidad y una fantasía nuestra? Insensato lo es, sin duda. Pero no es cuestión de albedrío. Porque podemos elegir –ya veremos en qué medida- entre una fantasía y otra para dirigir nuestra conducta y hacer la prueba, pero no podemos elegir entre fantasear o no. El hombre está condenado a ser novelista. El posible acierto de sus fantasmagorías será todo lo imposible que se quiere; pero, aun así ésa es la única probabilidad con que el hombre cuenta para subsistir. La prueba es tan arriesgada que ésta es la hora en que todavía no ha conseguido con holgada suficiencia resolver su problema y estar en lo cierto o acertar. Y lo poco que en este orden ha conseguido ha costado milenios y milenios y lo ha logrado a fuerza de errores, es decir, de embarcarse en fantasías absurdas, que fueron como callejones sin salida de que tuvo que retirarse maltrecho. Pero esos errores, experimentados como tales, son los únicos points de repére que tiene, son lo único verdaderamente logrado y consolidado. Sabe hoy que, por lo menos, esas figuras de mundo por él imaginadas en el pasado no son la realidad. A fuerza de errar se acotando el área del posible acierto. De aquí la importancia de conservar los errores, y esto es la historia. En la existencia individual lo llamamos “experiencia de la vida” y tiene el inconveniente que es poco aprovechable porque el mismo sujeto tiene que errar primero, para acertar luego, y luego es, a veces, ya demasiado tarde. Pero en la historia fue un tiempo pasado quien erró y nuestro tiempo quien puede aprovechar la experiencia.
IV
La articulación de los mundos interiores.
Mi mayor afán es que el lector, aún el menos cultivado, no se pierda por estos vericuetos en que le he metido. Esto me obliga a repetir las cosas varias veces y a destacar las estaciones de nuestra trayectoria.
Lo que solemos llamar realidad o “mundo exterior” no es ya la realidad primaria y desnuda de toda interpretación humana, sino que es lo que creemos, con firme y consolidada creencia, ser realidad. Todo lo que en ese mundo real encontramos de dudoso o insuficiente nos obliga a hacernos ideas sobre ello. Esas ideas forman “mundos interiores”, en los cuales vivimos sabiendas de que son invención nuestra, como vivimos el plano de un territorio mientras viajamos por éste. Pero no se crea que el mundo real nos fuerza sólo a reaccionar con ideas científicas y filosóficas. El mundo del conocimiento es sólo uno de los muchos mundos interiores. Junto a él está el mundo de la religión y el mundo poético y el mundo de la sagesse o “experiencia de la vida”.
Se trata precisamente de aclarar un poco por qué y en qué medida posee el hombre esa pluralidad de mundos íntimos, o, lo que es igual, por qué y en qué medida el hombre es religioso, científico, filósofo, poeta y “sabio” u “hombre de mundo” (lo que nuestro Gracián llamaba el “discreto”). A este fin, invitaba yo al lector, ante todo, a hacerse bien cargo de que todos esos mundos, incluso el de la ciencia, tienen una dimensión común con la poesía, a saber: que son obra de nuestra fantasía. Lo que se llama pensamiento científico no es sino fantasía exacta. Más aún: a poco que se reflexione se advertirá que la realidad no es nunca exacta y que sólo puede ser exacto lo fantástico (el punto matemático, el átomo, el concepto en general y el personaje poético). Ahora bien, lo fantástico es lo más opuesto a lo real; y, en efecto, todos los mundos forjados por nuestras ideas se oponen en nosotros a los que sentimos como realidad misma, al “mundo exterior”.
El mundo poético representa el grado extremo de lo fantástico, y, en comparación con él, el de la ciencia nos parece estar más cerca del real. Perfectamente; pero, si el mundo de la ciencia nos parece casi real comparado con el poético, no olvidemos que también es fantástico y que comparado con la realidad, no es sino fantasmagoría. Pero esta doble advertencia nos permite observar que esos varios “mundos interiores” son encajados por nosotros dentro del mundo real o exterior, formando una gigantesca articulación. Quiero decir que uno de ellos, el religioso, por ejemplo, o el científico, nos parece ser el más próximo a la realidad, que sobre él va montado el de la “sagesse” o experiencia espontánea de la vida, y en torno éste el de la poesía. El hecho de que vivimos cada uno de esos mundos con una dosis de “seriedad” diferente, o, viceversa, con grados diversos de ironía.
Apenas notado esto, surge en nosotros el obvio recuerdo de que ese orden de articulación entre nuestros mundos interiores no ha sido siempre el mismo. Ha habido épocas en que lo más próximo a la realidad fue para el hombre la religión y no la ciencia. Hay una época de la historia griega en que la “verdad” era para los helenos, Homero, por tanto, lo que se suele llamar poesía.
Con esto desembocamos en la gran cuestión. Sostengo que la conciencia europea arrastra el pecado de hablar ligeramente sobre esa pluralidad de mundos, que nunca se ha ocupado de verdad en aclarar sus relaciones y en qué consisten últimamente. Las ciencias son maravillosas en sus contenidos propios, pero cuando se pregunta a quemarropa qué es la ciencia, como ocupación del hombre, frente a la filosofía, la religión, la sapiencia, etc., sólo se nos responden las más vagas nociones.
Es evidente que todo eso –ciencia, filosofía, poesía, religión- son cosas que el hombre hace, y que todo lo que se hace se hace por algo y para algo. Bien, pero ¿por qué hace esas cosas diversas? Si el hombre se ocupa en conocer, si hace ciencia o filosofía, es, sin duda, porque un buen día se encuentra con que está en la duda sobre asuntos que le importan y aspira a estar en lo cierto. Pero es preciso reparar bien en lo que semejante situación implica. Por lo pronto, notamos que no puede ser una situación originaria, quiero decir, que el estar en la duda supone que se ha caído en ella un cierto día. El hombre no puede comenzar por dudar. La duda es algo que pasa de pronto al que antes tenía una fe o creencia, en la cual se hallaba sin más y desde siempre. Ocuparse en conocer no es, pues, una cosa que no esté condicionada por una situación anterior. Quien cree, quien no duda, no moviliza su angustiosa necesidad de conocimiento. Éste nace en la duda y conserva siempre viva esta fuerza que lo engendró. El hombre de ciencia tiene que estar constantemente ensayando dudar de sus propias verdades. Éstas sólo son verdades de conocimiento en la medida en que resisten toda posible duda. Viven, pues, de un permanente boxeo con el escepticismo. Ese boxeo se llama prueba.
La cual, por otro lado, descubre que la certidumbre a que aspira el conocedor –hombre de ciencia o filósofo- no es cualquiera. El que cree posee certidumbre precisamente porque él no se la ha forjado. La creencia es certidumbre en que nos encontramos sin saber cómo ni por dónde hemos entrado en ella. Toda fe es recibida. Por eso, su prototipo es “la fe de nuestros padres”. Pero al ocuparnos en conocer hemos perdido precisamente esa certidumbre regalada en que estábamos y nos encontramos teniendo que fabricarnos una con nuestras exclusivas fuerzas. Y esto es imposible si el hombre no cree que tiene fuerzas para ello.
Ha bastado con apretar mínimamente la noción más obvia de conocimiento para que este peculiar hacer humano aparezca circunscripto por toda una seria de condiciones, esto es, para descubrir que el hombre no se pone a conocer sin más ni más, en cualesquiera circunstancias. ¿No pasará lo mismo con todas esas otras grandes ocupaciones mentales: religión, poesía, etc.?
Sin embargo, los pensadores no se han esforzado todavía –aunque parezca mentira- en precisar las condiciones de ellas. En rigor, ni siquiera aprietan un poco la confrontación de cada una con las demás. Que yo sepa, únicamente Dilthey plantea la cuestión con alguna amplitud y se cree obligado, para decirnos qué es filosofía, a decirnos también qué es religión y qué es literatura . Porque, es bien claro que todas esas cosas tiene algo en común. Cervantes o Shakespeare nos dan una idea del mundo como Aristóteles o Newton. Y la religión no es cosa que no tenga que ver con el universo.
Pues resulta que cuando los filósofos han descrito esa pluralidad de direcciones en el hacer, digamos, intelectual del hombre –este vago nombre es suficiente para oponerlo a todos los haceres de tipo “práctico”-, se quedan tranquilos y creen haber hecho cuanto en este tema tenían que hacer. No importa el caso que algunos añaden a esas direcciones el mito, distinguiéndolo confusamente de la religión.
Lo que si importa es reparar que para todos ellos, incluso para Dilthey, se trataría en esas direcciones de modos permanentes y constitutivos del hombre, de la vida humana. El hombre sería un ente que posee con propiedad esencial esas disposiciones de actuación, como tiene piernas y aparato para emitir sonidos articulados y un sistema de reflejos fisiológicos. Por tanto, que el hombre es religioso porque sí, y conoce en filosofía o matemática porque sí, y hace porque sí poesía –donde el “porque sí” significa que tiene la religión, el conocimiento y la poesía como “facultades” o permanentes disponibilidades-. Y, en todo instante, el hombre sería todas esas cosas –religioso, filósofo, científico, poeta-, bien que con una u otra dosis o proporción.
Al pensar esto, claro es que reconocían lo siguiente: el concepto de religión, de filosofía, de ciencia, de poesía, sólo se pueden formar en vista de ciertas faenas humanas, conductas, obras muy determinadas, que aparecen en ciertas fechas y lugares de la historia. Por ejemplo: para no entretenernos sino en lo más claro, la filosofía sólo toma una figura clara desde el siglo V en Grecia; la ciencia sólo se perfila con peculiar e inequívoca fisonomía desde el siglo XVII en Europa. Pero, una vez que ante un hacer humano cronológicamente determinado se ha formado una idea clara, se busca en toda época histórica algo que se le parezca, aunque se le parezca muy poco, y se concluye, en vista de ello. Que el hombre también en esa época era religioso, científico, poeta. Es decir, que no ha servido de nada formar una idea clara de cada una de estas cosas, sino que luego se le envaguece y eteriza para poderla aplicar a fenómenos muy dispares entre sí.
El envaguecimiento consiste en que vaciamos esas formas de ocupación humana de todo contenido concreto, las consideramos como libres frente a todo determinado contenido. Por ejemplo, consideramos como religión no sólo toda creencia en algún dios, sea éste el que sea, sino que también llamamos religión al budismo, a pesar de que el budismo no cree en ningún dios. Y parejamente llamamos conocimiento a toda opinión sobre lo que hay, sea cual sea eso que el hombre opina que hay, fuere cual fuere la modalidad del opinar mismo; y llamamos poesía a toda obra humana verbal que place, sea la que quiera la vitola de aquel producto verbal en que se complace, y con ejemplar magnanimidad atribuimos la indomable y contradictoria variedad de contenidos poéticos a una limitada variación de los estilos y nada más.
Pues bien, a mi juicio, este tan firme uso tiene que sufrir cuando menos una revisión, y probablemente una profunda reforma. Esto es lo que intento en otro lugar.
Diciembre 1934