domingo, 26 de septiembre de 2010

JOSÉ ORTEGA Y GASSET-Ideas y Creencias

JOSÉ ORTEGA Y GASSET
IDEAS Y CREENCIAS

CAPÍTULO PRIMERO
CREER Y PENSAR
I
Las ideas se tienen; en las creencias se está. - "Pensar en las cosas" y "contar con ellas".
Cuando se quiere entender a un hombre, la vida de un hombre, procuramos ante todo averiguar cuáles son sus ideas. Desde que el europeo cree tener "sentido histórico", es ésta la exigencia más elemental. ¿Cómo no van a influir en la existencia de una persona sus ideas y las ideas de su tiempo? La cosa es obvia. Perfectamente; pero la cosa es también bastante equívoca, y, a mi inicio, la insuficiente claridad sobre lo que se busca cuando se inquieren las ideas de un hombre -o de una época- impide que se obtenga claridad sobre su vida, sobre su historia.
Con la expresión "ideas de un hombre" podemos referirnos a cosas muy diferentes. Por ejemplo: los pensamientos que se le ocurren acerca de esto o de lo otro y los que se le ocurren al prójimo y él repite y adopta. Estos pensamientos pueden poseer los grados más diversos de verdad. Incluso pueden ser "verdades científicas". Tales diferencias, sin embargo, no importan mucho, si importan algo, ante la cuestión mucho más radical que ahora planteamos. Porque, sean. Pensamientos vulgares, sean rigorosas "teorías científicas", siempre se tratará de ocurrencias que en un hombre surgen, originales suyas o insufladas por el prójimo. Pero esto implica evidentemente que el hombre estaba ya ahí antes de que se le ocurriese o adoptase la idea. Ésta brota, de uno u otro modo, dentro de una vida que preexistía a ella. Ahora bien, no hay vida humana que no esté desde luego constituida por ciertas creencias básicas y, por decirlo así, montada sobre ellas. Vivir es tener que habérselas con algo -con el mundo y consigo mismo. Mas ese mundo y ese "sí mismo" con que el hombre se encuentra le aparecen ya bajo la especie de una interpretación, de "ideas" sobre el mundo y sobre sí mismo.
Aquí topamos con otro estrato de ideas que un hombre tiene. Pero ¡cuán diferente de todas aquellas que se le ocurren o que adopta! Estas "ideas" básicas que llamo "creencias" -ya se verá por qué- no surgen en tal día y hora dentro de nuestra vida, no arribamos a ellas por un acto particular de pensar, no son, en suma, pensamientos que tenemos, no son ocurrencias ni siquiera de aquella especie más elevada por su perfección lógica y que denominamos razonamientos. Todo lo contrario: esas ideas que son, de verdad, "creencias" constituyen el continente de nuestra vida y, por ello, no tienen el carácter de contenidos particulares dentro de ésta. Cabe decir que no son ideas que tenemos, sino ideas que somos. Más aún: precisamente porque son creencias radicalísimas se confunden para nosotros con la realidad misma -son nuestro mundo y nuestro ser-, pierden, por tanto, el carácter de ideas, de pensamientos nuestros que podían muy bien no habérsenos ocurrido.
Cuando se ha caído en la cuenta de la diferencia existente entre esos dos estratos de ideas aparece, sin más, claro el diferente papel que juega en nuestra vida. Y, por lo pronto, la enorme diferencia de rango funcional. De las ideas-ocurrencias -y conste que incluyo en ellas las verdades más rigorosas de la ciencia- podemos decir que las producimos, las sostenemos, las discutimos, las propagamos, combatimos en su pro y hasta somos capaces de morir por ellas. Lo que no podemos es... vivir de ellas. Son obra nuestra y, por lo mismo, suponen ya nuestra vida, la cual se asienta en ideas-creencias que no producimos nosotros, que, en general, ni siquiera nos formulamos y que, claro está, no discutimos ni propagamos ni sostenemos. Con las creencias propiamente no hacemos nada, sino que simplemente estamos en ellas. Precisamente lo que no nos pasa jamás- si hablamos cuidadosamente- con nuestras ocurrencias. El lenguaje vulgar ha inventado certeramente la expresión "estar en la creencia". En efecto, en la creencia se está, y la ocurrencia se tiene y se sostiene. Pero la creencia es quien nos tiene y sostiene a nosotros.
Hay, pues, ideas con que nos encontramos -por eso las llamo ocurrencias- e ideas en que nos encontramos, que parecen estar ahí ya antes de que nos ocupemos en pensar.
Una vez visto esto, lo que sorprende es que a unas y a otras se les llame lo mismo: ideas. La identidad de nombre es lo único que estorba para distinguir dos cosas cuya disparidad brinca tan claramente ante nosotros sin más que usar frente a frente estos dos términos: creencias y ocurrencias. La incongruente conducta de dar un mismo nombre a dos cosas tan distintas no es, sin embargo, una casualidad ni una distracción. Proviene de una incongruencia más honda: de la confusión entre dos problemas radicalmente diversos que exigen dos modos de pensar y de llamar no menos dispares.
Pero dejemos ahora este lado del asunto: es demasiado abstruso. Nos basta con hacer notar que "idea" es un término del vocabulario psicológico y que la psicología, como toda ciencia particular, posee sólo jurisdicción subalterna. La verdad de sus conceptos es relativa al punto de vista particular que la constituye y vale en el horizonte que ese punto de vista crea y acota. Así, cuando la psicología dice de algo que es una "idea", no pretende haber dicho lo más decisivo, lo más real sobre ello. El único punto de vista que no es particular y relativo es el de la vida, por la sencilla razón de que todos los demás se dan dentro de ésta y son meras especializaciones de aquél. Ahora bien, como fenómeno vital la creencia no se parece nada a la ocurrencia: su función en el organismo de nuestro existir es totalmente distinta y, en cierto modo, antagónica. ¿Qué importancia puede tener en parangón con esto el hecho de que, bajo la perspectiva psicológica, una y otra sean "ideas" y no sentimientos, voliciones, etc.?
Conviene, pues, que dejemos este término -"ideas"- para designar todo aquello que en nuestra vida aparece como resultado de nuestra ocupación intelectual. Pero las creencias se nos presentan con el carácter opuesto. No llegamos a ellas tras una faena de entendimiento, sino que operan ya en nuestro fondo cuando nos ponemos a pensar sobre algo. Por eso no solemos formularlas, sino que nos contentamos con aludir a ellas como solemos hacer con todo lo que nos es la realidad misma. Las teorías, en cambio, aun las más verídicas, sólo existen mientras son pensadas: de aquí que necesiten ser formuladas.
Esto revela, sin más, que todo aquello en que nos ponemos a pensar tiene ipso facto para nosotros una realidad problemática y ocupa en nuestra vida un lugar secundario si se le compara con nuestras creencias auténticas. En éstas no pensamos ahora o luego: nuestra relación con ellas consiste en algo mucho más eficiente; consiste en... contar con ellas, siempre, sin pausa.
Me parece de excepcional importancia para inyectar, por fin, claridad en la estructura de la vida humana esta contraposición entre pensar en una cosa y contar con ella. El intelectualismo que ha tiranizado, casi sin interrupción, el pasado entero de la filosofía ha impedido que se nos haga patente y hasta ha invertido el valor respectivo de ambos términos. Me explicaré.
Analice el lector cualquier comportamiento suyo, aun el más sencillo en apariencia. El lector está en su casa y, por unos u otros motivos, resuelve salir a la calle. ¿Qué es en todo este su comportamiento lo que propiamente tiene el carácter de pensado, aun entendiendo esta palabra en su más amplio sentido, es decir, como conciencia clara y actual de algo? El lector se ha dado cuenta de sus motivos, de la resolución adoptada, de la ejecución de los movimientos con que ha caminado, abierto la puerta, bajado la escalera. Todo esto en el caso más favorable. Pues bien, aun en ese caso y por mucho que busque en su conciencia no encontrará en ella ningún pensamiento en que se haga constar que hay calle. El lector no se ha hecho cuestión ni por un momento de si la hay a no la hay ¿Por qué? No se negará que para resolverse a salir a la calle es de cierta importancia que la calle exista. En rigor, es lo más importante de todo, el supuesto de todo lo demás. Sin embargo, precisamente de ese tema tan importante no se ha hecho cuestión el lector, no ha pensado en ello ni para negarlo ni para afirmarlo ni para ponerlo en duda. ¿Quiere esto decir que la existencia o no existencia de la calle no ha intervenido en su comportamiento? Evidentemente, no. La prueba se tendría si al llegar a la puerta de su casa descubriese que la calle había desaparecido, que la tierra concluía en el umbral de su domicilio o que a ante él se había abierto una sima. Entonces se produciría en la conciencia del lector una clarísima y violenta sorpresa. ¿De qué? De que no había aquélla. Pero ¿no habíamos quedado en que antes no había pensado que la hubiese, no se había hecho cuestión de ello? Esta sorpresa pone de manifiesto hasta qué punto la existencia de la calle actuaba en su estado anterior, es decir, hasta qué punto el lector contaba con la calle aunque no pensaba en ella y precisamente porque no pensaba en ella.
El psicólogo nos dirá que se trata de un pensamiento habitual, y que por eso no nos damos cuenta de él, o usará la hipótesis de lo subconsciente, etc. Todo ello, que es muy cuestionable, resulta para nuestro asunto por completo indiferente. Siempre quedará que lo que decisivamente actuaba en nuestro comportamiento, como que era su básico supuesto, no era pensado por nosotros con conciencia clara y aparte. Estaba en nosotros, pero no en forma consciente, sino como implicación latente de nuestra conciencia o pensamiento. Pues bien, a este modo de intervenir algo en nuestra vida sin que lo pensemos llamo "contar con ello". Y ese modo es el propio de nuestras efectivas creencias.
El intelectualismo, he dicho, invierte el valor de los términos. Ahora resulta claro el sentido de esta acusación. En efecto, el intelectualismo tendía a considerar como lo más eficiente en nuestra vida lo más consciente. Ahora vemos que la verdad es lo contrario. La máxima eficacia sobre nuestro comportamiento reside en las implicaciones latentes de nuestra actividad intelectual, en todo aquello con que contamos y en que, de puro contar con ello, no pensamos.
¿Se entrevé ya el enorme error cometido al querer aclarar la vida de un hombre o una época por su ideario; esto es, por sus pensamientos especiales, en lugar de penetrar más hondo, hasta el estrato de sus creencias más o menos inexpresas, de las cosas con que contaba? Hacer esto, fijar el inventario de las cosas con que se cuenta, sería, de verdad, construir la historia, esclarecer la vida desde su subsuelo.

II
El azoramiento de nuestra época. - Creemos en la razón y no en sus ideas. - La ciencia casi poesía.
Resumo: cuando intentamos determinar cuáles son las ideas de un hombre o de una época, solemos confundir dos cosas radicalmente distintas: sus creencias y sus ocurrencias o "pensamientos". En rigor, sólo estas últimas deben llamarse "ideas".
Las creencias constituyen la base de nuestra vida, el terreno sobre que acontece. Porque ellas nos ponen delante lo que para nosotros es la realidad misma. Toda nuestra conducta, incluso la intelectual, depende de cuál sea el sistema de nuestras creencias auténticas. En ellas "vivimos, nos movemos y somos". Por lo mismo, no solemos tener conciencia expresa de ellas, no las pensamos, sino que actúan latentes, como implicaciones de cuanto expresamente hacemos o pensamos. Cuando creemos de verdad en una cosa no tenemos la "idea" de esa cosa, sino que simplemente "contamos con ella".
En cambio, las ideas, es decir, los pensamientos que tenemos sobre las cosas, sean originales o recibidos, no poseen en nuestra vida valor de realidad. Actúan en ella precisamente como pensamientos nuestros y sólo como tales. Esto significa que toda nuestra "vida intelectual" es secundaria a nuestra vida real o auténtica y representa a ésta sólo una dimensión virtual o imaginaria. Se preguntará qué significa entonces la verdad de las ideas, de las teorías. Respondo: la verdad o falsedad de una idea es una cuestión de "política interior" dentro del mundo imaginario de nuestras ideas. Una idea es verdadera cuando corresponde a la idea que tenemos de la realidad. Pero nuestra idea de la realidad no es nuestra. Ésta consiste en todo aquello con que de hecho contamos al vivir. Ahora bien, de la mayor parte de las cosas con que de hecho contamos no tenemos la menor idea, y si la tenemos -por un especial esfuerzo de reflexión sobre nosotros mismos- es indiferente porque no nos es realidad en cuanto idea, sino, al contrario, en la medida en que no nos es sólo idea, sino creencia infraintelectual.
Tal vez no haya otro asunto sobre el que importe más a nuestra época conseguir claridad como este de saber a qué atenerse sobre el papel y puesto que en la vida humana corresponde a todo lo intelectual. Hay una clase de épocas que se caracterizan por su gran azoramiento. A esa clase pertenece la nuestra. Mas cada una de esas épocas se azora un poco de otra manera y por un motivo distinto. El gran azoramiento de ahora se nutre últimamente de que tras varios siglos de ubérrima producción intelectual y de máxima atención a ella el hombre empieza a no saber qué hacerse con las ideas. Presiente ya que las habla tomado mal, que su papel en la vida es distinto del que en estos siglos les ha atribuido, pero aún ignora cuál es su oficio auténtico.
Por eso importa mucho que, ante todo, aprendamos a separar con toda limpieza la "vida intelectual" -que, claro está, no es tal vida- de la vida viviente, de la real, de la que somos. Una vez hecho esto y bien hecho, habrá lugar para plantearse las otras dos cuestiones: ¿En qué relación mutua actúan las ideas y las creencias? ¿De dónde vienen, cómo se forman las creencias?
Dije en el parágrafo anterior que inducía a error dar indiferentemente el nombre de ideas a creencias y ocurrencias. Ahora agrego que el mismo daño produce hablar, sin distingos, de creencias, convicciones, etc., cuando se trata de ideas. Es, en efecto, una equivocación llamar creencia a la adhesión que en nuestra mente suscita una combinación intelectual, cualquiera que ésta sea. Elijamos el caso extremo que es el pensamiento científico más rigoroso, por tanto, el que se funda en evidencias. Pues bien, aun en ese caso, no cabe hablar en serio de creencia. Lo evidente, por muy evidente que sea, no nos es realidad, no creemos en ello. Nuestra mente no puede evitar reconocerlo como verdad; su adhesión es automática, mecánica. Pero, entiéndase bien, esa adhesión, ese reconocimiento de la verdad no significa sino esto: que, puestos a pensar en el tema, no admitiremos en nosotros un pensamiento distinto ni opuesto a ese que nos parece evidente. Pero... ahí está: la adhesión mental tiene como condición que nos pongamos a pensar en el asunto, que queramos pensar. Basta esto para hacer notar la irrealidad constitutiva de toda nuestra "vida intelectual". Nuestra adhesión a un pensamiento dado es, repito, irremediable; pero, como está en nuestra mano pensarlo o no, esa adhesión tan irremediable, que se nos pondría como la más imperiosa realidad, se convierte en algo dependiente de nuestra voluntad e ipso facto deja de sernos realidad. Porque realidad es precisamente aquello con que contamos, queramos o no. Realidad es la contravoluntad, lo que nosotros no ponemos; antes bien, aquello con que topamos.
Además de esto, tiene el hombre clara conciencia de que su intelecto se ejercita sólo sobre materias cuestionables; que la verdad de las ideas se alimenta de su cuestionabilidad. Por eso, consiste esa verdad en la prueba que de ella pretendemos dar.
La idea necesita de la crítica como el pulmón del oxigeno y se sostiene y afirma apoyándose en otras ideas que, a su vez, cabalgan sobre otras formando un todo o sistema. Arman, pues, un mundo aparte del mundo real, un mundo integrado exclusivamente por ideas de que el hombre se sabe fabricante y responsable. De suerte que la firmeza de la idea más firme se reduce a la solidez con que aguanta ser referida a todas las demás ideas. Nada menos, pero también nada más. Lo que no se puede es contrastar una idea, como si fuera una moneda, golpeándola directamente contra la realidad, como si fuera una piedra de toque. La verdad suprema es la de lo evidente, pero el valor de la evidencia misma es, a su vez, meta teoría, idea y combinación intelectual.
Entre nosotros y nuestras ideas hay, pues, siempre una distancia infranqueable: la que va de lo real a lo imaginario. En cambio, con nuestras creencias estamos inseparablemente unidos. Por eso cabe decir que las somos. Frente a nuestras concepciones gozarnos un margen, mayor o menor, de independencia. Por grande que sea su influencia sobre nuestra vida, podemos siempre suspenderlas, desconectarnos de nuestras teorías. Es más, de hecho exige siempre de nosotros algún especial esfuerzo comportarnos conforme a lo que pensamos, es decir, tomarlo completamente en serio. Lo cual revela que no creemos en ello, que presentimos como un riesgo esencial fiarnos de nuestras ideas, hasta el punto de entregarles nuestra conducta tratándolas como si fueran creencias. De otro modo, no apreciaríamos el ser "consecuente con sus ideas" como algo especialmente heroico.
No puede negarse, sin embargo, que nos es normal regir nuestro comportamiento conforme a muchas "verdades científicas". Sin considerarlo heroico, nos vacunamos, ejercitamos usos, empleamos instrumentos que, en rigor, nos parecen peligrosos y cuya seguridad no tiene más garantía que la de la ciencia. La explicación es muy sencilla y sirve, de paso, para aclarar al lector algunas dificultades con que habrá tropezado desde el comienzo de este ensayo. Se trata simplemente de recordarle que entre las creencias del hombre actual es una de las más importantes su creencia en la "razón", en la inteligencia. No precisemos ahora las modificaciones que en estos últimos años ha experimentado esa creencia. Sean las que fueren, es indiscutible que lo esencial de esa creencia subsiste, es decir, que el hombre continúa contando con la eficiencia de su intelecto como una de las realidades que hay, que integran su vida. Pero téngase la serenidad de reparar que una cosa es fe en la inteligencia y otra creer en las ideas determinadas que esa inteligencia fragua. En ninguna de estas ideas se cree con fe directa. Nuestra creencia se refiere a la cosa inteligencia, así en general, y esa fe no es una idea sobre la inteligencia.
Compárese la precisión de esa fe en la inteligencia con la imprecisa idea que casi todas las gentes tienen de la inteligencia. Además, como ésta corrige sin cesar sus concepciones y a la verdad de ayer sustituye la de hoy, si nuestra fe en la inteligencia consistiese en creer directamente en las ideas, el cambio de éstas traería consigo la pérdida de fe en la inteligencia. Ahora bien, pasa todo lo contrario. Nuestra fe en la razón ha aguantado imperturbable los cambios más escandalosos de sus teorías, inclusive los cambios profundos de la teoría sobre qué es la razón misma. Estos últimos han influido, sin duda, en la forma de esa fe, pero esta fe seguía actuando impertérrita bajo una u otra forma.
He aquí un ejemplo espléndido de lo que deberá, sobre todo, interesar a la historia cuando se resuelva verdaderamente a ser ciencia, la ciencia del hombre. En vez de ocuparse sólo en hacer la "historia" -es decir, en catalogar la sucesión- de las ideas sobre la razón desde Descartes a la fecha, procurará definir con precisión cómo era la fe en la razón que efectivamente operaba en cada época y cuáles eran sus consecuencias para la vida. Pues es evidente que el argumento del drama en que la vida consiste es distinto si se está en la creencia de que un Dios omnipotente y benévolo existe que si se está en la creencia contraria. Y también es distinta la vida, aunque la diferencia sea menor, de quien cree en la capacidad absoluta de la razón para descubrir la realidad, como se creía a fines del siglo XVII en Francia, y quien cree, como los positivistas de 1860, que la razón es por esencia conocimiento relativo.
Un estudio como éste nos permitiría ver con claridad la modificación sufrida por nuestra fe en la razón durante los últimos veinte años, y ello derramaría sorprendente luz sobre casi todas las cosas extrañas que acontecen en nuestro tiempo.
Pero ahora no me urgía otra cosa sino hacer que el lector cayese en la cuenta de cuál es nuestra relación con las ideas, con el mundo intelectual. Esta relación no es de fe en ellas: las cosas que nuestros pensamientos, que las teorías nos proponen, no nos son realidad, sino precisamente y sólo... ideas.
Mas no entenderá bien el lector lo que algo nos es, cuando nos es sólo idea y no realidad, si no le invito a que repare en su actitud frente a lo que se llama "fantasías, imaginaciones". Pero el mundo de la fantasía, de la imaginación, es la poesía. Bien, no me arredro; por el contrario, a esto quería llegar. Para hacerse bien cargo de lo que nos son las ideas, de su papel primario en la vida, es preciso tener el valor de acercar la ciencia a la poesía mucho más de lo que hasta aquí se ha osado. Yo diría, si después de todo lo enunciado se me quiere comprender bien, que la ciencia está mucho más cerca de la poesía que de la realidad, que su función en el organismo de nuestra vida se parece mucho a la del arte. Sin duda, en comparación con una novela, la ciencia parece la realidad misma. Pero en comparación con la realidad auténtica se advierte lo que la ciencia tiene de novela, de fantasía, de construcción mental, de edificio imaginario.

III
La duda y la creencia - El "mar de dudas" - El lugar de las ideas.
El hombre, en el fondo, es crédulo o, lo que es igual, el estrato más profundo de nuestra vida, el que sostiene y porta todos los demás, está formado por creencias . Éstas son, pues, la tierra firme sobre que nos afanamos. (Sea dicho de paso que la metáfora se origina en una de las creencias más elementales que poseemos y sin la cual tal vez no podríamos vivir: la creencia en que la tierra es firme, a pesar de los terremotos que alguna vez y en la superficie de algunos de sus lugares acontecen. Imagínese que mañana, por unos u otros motivos, desapareciera esa creencia. Precisar las líneas mayores del cambio radical que en la figura de la vida humana esa desaparición produciría, fuera un excelente ejercicio de introducción al pensamiento histórico).
Pero en esa área básica de nuestras creencias se abren, aquí o allá, como escotillones, enormes agujeros de duda. Éste es el momento de decir que la duda, la verdadera, la que no es simplemente metódica ni intelectual, es un modo de la creencia y pertenece al mismo estrato que ésta en la arquitectura de la vida. También en la duda se está. Sólo que en este caso el estar tiene un carácter terrible. En la duda se está como se está en un abismo, es decir, cayendo. Es, pues, la negación de la estabilidad. De pronto sentimos que bajo nuestras plantas falla la firmeza terrestre y nos parece caer, caer en el vacío, sin poder valernos, sin poder hacer nada para afirmarnos, para vivir. Viene a ser como la muerte dentro de la vida, como asistir a la anulación de nuestra propia existencia. Sin embargo, la duda conserva de la creencia el carácter de ser algo en que se está, es decir, que no lo hacemos o ponemos nosotros. No es una idea que podríamos pensar o no, sostener, criticar, formular, sino que, en absoluto, la somos. No se estime como paradoja, pero considero muy difícil describir lo que es la verdadera duda si no se dice que creemos nuestra duda. Si no fuese así, si dudásemos de nuestra duda, sería ésta innocua. Lo terrible es que actúa en nuestra vida exactamente lo mismo que la creencia y pertenece al mismo estrato que ella. La diferencia entre la fe y la duda no consiste, pues, en a creer. La duda no es un "no creer" frente al creer, ni es un "creer que no" frente a un "creer que si". El elemento diferencial está en lo que se cree. La fe cree que Dios existe o que Dios no existe. Nos sitúa, pues, en una realidad, positiva o "negativa", pero inequívoca, y, por eso, al estar en ella nos sentimos colocados en algo estable.
Lo que nos impide entender el papel de la duda en nuestra vida es presumir que no nos pone delante una realidad. Y este error proviene, a su vez, de haber desconocido lo que la duda tiene de creencia. Sería muy cómodo que bastase dudar de algo para que ante nosotros desapareciese como realidad. Pero no acaece tal cosa, sino que la duda nos arroja ante lo dudoso, ante una realidad tan realidad como la fundada en la creencia, pero que es ella ambigua, bicéfala, inestable, frente a la cual no sabemos a qué atenernos ni qué hacer. La duda, en suma, es estar en lo inestable como tal: es la vida en el instante del terremoto, de un terremoto permanente y definitivo.
En este punto, como en tantos otros referentes a la vida humana, recibimos mayores esclarecimientos del lenguaje vulgar que del pensamiento científico. Los pensadores, aunque parezca mentira, se han saltado siempre a la torera aquella realidad radical, la han dejado a su espalda. En cambio, el hombre no pensador, más atento a lo decisivo, ha echado agudas miradas sobre su propia existencia y ha dejado en el lenguaje vernáculo el precipitado de esas entrevisiones. Olvidamos demasiado que el lenguaje es ya pensamiento, doctrina. Al usarlo como instrumento para combinaciones ideológicas más complicadas, no tomamos en serio la ideología primaria que él expresa, que él es. Cuando, por un azar, nos despreocupamos de lo que queremos decir nosotros mediante los giros preestablecidos del idioma y atendemos a lo que ellos nos dicen por su propia cuenta, nos sorprende su agudeza, su perspicaz descubrimiento de la realidad.
Todas las expresiones vulgares referentes a la duda nos hablan de que en ella se siente el hombre sumergido en un elemento insólido, infirme. Lo dudoso es una realidad liquida donde el hombre no puede sostenerse, y cae. De aquí el "hallarse en un mar de dudas". Es el contraposto al elemento de la creencia: la tierra firme . E insistiendo en la misma imagen, nos habla de la duda como una fluctuación, vaivén de olas. Decididamente, el mundo de lo dudoso es un paisaje marino e inspira al hombre presunciones de naufragio. La duda, descrita como fluctuación, nos hace caer en la cuenta de hasta qué punto es creencia. Tan lo es, que consiste en la superfetación del creer. Se duda porque se está en dos creencias antagónicas, que entrechocan y nos lanzan la una a la otra, dejándonos sin suelo bajo la planta. El dos va bien claro en el du de la duda.
Al sentirse caer en esas simas que se abren en el firme solar de sus creencias, el hombre reacciona enérgicamente. Se esfuerza en "salir de la duda". Pero ¿qué hacer? La característica de lo dudoso es que ante ello no sabemos qué hacer. ¿Qué haremos, pues, cuando lo que nos pasa es precisamente que no sabemos qué hacer porque el mundo -se entiende, una porción de él- se nos presenta ambiguo? Con él no hay nada que hacer. Pero en tal situación es cuando el hombre ejercita un extraño hacer que casi no parece tal: el hombre se pone a pensar. Pensar en una cosa es lo menos que podemos hacer con ella. No hay ni que tocarla. No tenemos ni que movernos. Cuando todo en torno nuestro falla, nos queda, sin embargo, esta posibilidad de meditar sobre lo que nos falla. El intelecto es el aparato más próximo con que el hombre cuenta. Lo tiene siempre a mano. Mientras cree no suele usar de él, porque es un esfuerzo penoso.
Pero al caer en la duda se agarra a él como a un salvavidas.
Los huecos de nuestras creencias son, pues, el lugar vital donde insertan su intervención las ideas. En ellas se trata siempre de sustituir el mundo inestable, ambiguo, de la duda, por un mundo en que la ambigüedad desaparece. ¿Cómo se logra esto? Fantaseando, inventando mundos. La idea es imaginación. Al hombre no le es dado ningún mundo ya determinado. Sólo le son dadas las penalidades y las alegrías de su vida. Orientado por ellas, tiene que inventar el mundo. La mayor porción de él la ha heredado de sus mayores y actúa en su vida como sistema de creencias firmes. Pero cada cual tiene que habérselas por su cuenta con todo lo dudoso, con todo lo que es cuestión. A este fin ensaya figuras imaginaras de mundos y de su posible conducta en ellos. Entre ellas, una le parece idealmente más firme, y a eso llama verdad. Pero conste: lo verdadero, y aun lo científicamente verdadero, no es sino un caso particular de lo fantástico. Hay fantasías exactas. Más aún: sólo puede ser exacto lo fantástico. No hay modo de entender bien al hombre si no se repara en que la matemática brota de la misma raíz que la poesía, del don imaginativo.

CAPÍTULO SEGUNDO
LOS MUNDOS INTERIORES
I
La ridiculez del filósofo. –La “panne” del automóvil y la histórica.- Otra vez “Ideas y creencias”
Se trata de preparar las mentes contemporáneas para que llegue a hacerse claridad sobre lo que acaso constitución la raíz última de todas las actuales angustias y miserias, a saber: que tras varios siglos de continuada y ubérrima creación intelectual y habiéndolo esperado todo de ella, empieza el hombre a no saber qué hacerse con las ideas. No se atreve, sin más ni más, a desentenderse radicalmente de ellas porque sigue creciendo, en el fondo, que es la función intelectiva algo maravilloso. Pero al mismo tiempo tiene la impresión de que el papel y el puesto que en la vida humana corresponden a todo lo intelectual no son los que le fueron atribuidos en los tres últimos siglos. ¿Cuáles deben ser? Esto es lo que no se sabe.
Cuando se están sufriendo en su inexorable inmediatez esas angustias y miserias del tiempo en que vivimos, decir que provienen, como de su raíz, de cosa tan abstracta y perespirital como la indicada parece, al pronto, una ridiculez. Al confrontar con ella la faz terrible de lo que sufrimos –crisis económica, guerra y asesinatos, desazón, desesperanza- no se descubre similitud alguna. A lo cual se opondría sólo dos advertencias. Una: que no he visto nunca parecerse nada la raíz de la planta a su flor ni a su fruto. Probablemente, pues, es condición de toda causa no parecerse nada a su efecto. Creer lo contrario fue el error cometido por la interpretación mágica del mundo. La otra es ésta: hay ciertas ridiculeces que deben ser dichas, y para eso existe el filósofo. Al menos Platón declara literalmente, del modo más formal y en la cuyuntura más solemne, que el filósofo tiene una misión de ridiculez. (Véase el diálogo Parménides). No se crea es cosa tan fácil cumplirla. Requiere una especie de coraje que ha solido faltar a los grandes guerreros y a los más atroces revolucionarios. Estos y aquellos que han solido ser gente bastante vanidosa y se les encogía el ombligo cuando se trataba, simplemente, de quedar en ridículo. De aquí que convenga a la humanidad aprovechar el heroísmo peculiar de los filósofos.
No se puede vivir sin alguna instancia última cuya plena vigencia sintamos sobre nosotros. A ella referimos todas nuestras dudas y disputas como un tribunal supremo. En los últimos siglos constituían esta sublime instancia las ideas, lo que solía llamarse la “razón”. Ahora, esa fe en la razón vacila, se obnubila, y como ella soporta todo el resto de nuestra vida resulta que no podemos vivir ni convivir. Porque acontece que no hay en el horizonte ninguna otra fe capaz de sustituirla. De aquí es el cariz de cosa desarraigada que ha tomado nuestra existencia y esa impresión de que caemos, caemos en vacío sin fondo y por mucho que agitemos los brazos no hallamos nada a que agarrarnos. Ahora bien, no es posible que una fe muera si no es porque otra fe ha nacido, porque el mismo motivo que es imposible caer en la cuenta de un error sin encontrarse ispso facto sobre el suelo de una nueva verdad. Se trataría, pues, en nuestro caso de que la fe en la razón sufre una enfermedad, pero no de que ha muerto. Preparemos la convalecencia.
Recuerde el lector el pequeño drama que en su intimidad se disparaba cuando, viajando en automóvil, ignorante de su mecánica, se producía una panne. Primer acto: el hecho acontecido tiene, para los efectos del viaje, un carácter absoluto porque el automóvil se ha parado, no un poco o a medias, sino por completo. Como desconoce las partes de que se compone el automóvil, es éste para él todo indiviso. Si se estropea, quiere decirse que se estropea íntegramente. De aquí que al hecho absoluto de pararse el vehículo busque la mente profana una causa también absoluta y toda panne le perezca, por lo pronto, definitiva e irremediable. Desolación, gestos patéticos: “¡Tendremos que pasar aquí la noche!”. Segundo acto: el mecánico acerca con sorprendente serenidad al motor. Manipula con este o el otro tornillo. Vuelve a tomar el volante. El coche arranca victorioso, como renaciendo de sí mismo. Regocijo. Emoción de salvamento. Tercer acto: bajo el torrente de alegría que nos inunda fluye un hilito de emoción contraria: es un dejo como de vergüenza. No parece que nuestra reacción primera y fatalista era absurda, irreflexiva, pueril. ¿Cómo no pensamos que una máquina es una articulación de muchas piezas y que el menor desajuste de una de éstas puede engendrar su detención? Caemos en la cuenta de que el hecho “absoluto” de pararse no tiene por fuerza una causa también absoluta, sino que basta, tal vez, una leve reforma para restablecer el mecanismo. Nos sentimos, en suma, avergonzados por nuestra falta de serenidad y llenos de respeto hacia el mecánico, hacia el hombre que sabe del asunto.
De la formidable panne que hoy padece la vida histórica nos hallamos hoy en el primer acto. Lo que hace más grave el caso es que, tratándose de asuntos colectivos y de la máquina pública, no es fácil que el mecánico pueda manipular con serenidad y eficacia los tonillos si no cuenta previamente con que los viajeros ponen en él su confianza y su respeto, sí no creen que hay quien “entiende del asunto”. Es decir, que el tercer acto tendría que ir anticiparse al segundo, y esto no es faena mollar. Además, el número de tornillos que fuera preciso ajustar el grande y de lugares muy diversos. ¡Bien! Que cada cual cumpla con su oficio sin presuntuosidad, sin gesticulación. Por eso yo estoy, súcubo bajo la panza del motor, apañando uno de sus rodamientos más secretos.
Retornemos a mi distinción entre creencias e ideas u ocurrencias. Creencias son todas aquellas cosas con que absolutamente contamos aunque no pensemos en ellas. De puro estar seguros de que existen y de que son según creemos, no nos hacemos cuestión de ellas, sino que automáticamente nos comportamos teniéndolas en cuenta. Cuando caminamos por la calle no intentamos pasar a través de los edificios: evitamos automáticamente chocar con ellos sin necesidad de que en nuestra mente surja la idea expresa: “los muros son impenetrables”. En todo momento, nuestra vida está montada sobre un repertorio enorme de creencias parejas. Pero hay cosas y situaciones ante las cuales nos encontramos sin creencia firme: nos encontramos en la duda de si son o no y de si son así o de otro modo. Entonces no tenemos más remedio que hacernos una idea, una opinión sobre ellas. Las ideas son, pues, las “cosas” que nosotros de manera consciente construimos, elaboramos, precisamente porque no creemos en ellas. Pienso que es éste el planteamiento mejor, más hiriente, que menos escape deja a la gran cuestión de cuáles el extraño y sutilísimo papel que juegan en nuestra vida las ideas. Nótese que bajo este título van incluidas todas: las ideas vulgares y las ideas científicas, las ideas religiosas y las de cualquier otro linaje. Porque realidad plena y auténtica no nos es sino aquello que creemos. Mas las ideas nacen de la duda, es decir, en un vacío o hueco de creencia. Por lo tanto, lo que no nos es realidad plena y auténtica. ¿Qué nos es entonces? Se advierte desde luego el carácter ortopédico de las ideas: actúan allí donde una creencia se ha roto o debilitado.
No conviene preguntarse ahora cuál será o el origen de las creencias, de dónde nos vienen, porque la respuesta, como se verá, requiere haberse hecho antes bien cargo de lo que son las ideas. Es mejor método partir de la situación presente, del hecho incuestionable: y éste consiste en que nos encontramos constituidos de un lado por creencias –vengan de donde vengan- y de ideas, que aquéllas forman nuestro mundo real, y éstas son… no sabemos bien qué.

II
La ingratitud del hombre y la desnuda realidad.
El defecto más grave del hombre es la ingratitud. Fundo esta calificación superlativa en que, siendo la sustancia del hombre su historia, todo comportamiento antihistórico adquiere en él un carácter de suicidio. El ingrato olvida que la mayor parte de lo que tiene no es obra suya, sino que le vino regalada de otros, los cuales se esforzaron en crearlo u obtenerlo. Ahora bien, al olvidarlo desconoce radicalmente la verdadera condición de eso que tiene. Cree que es don espontáneo de la naturaleza, indestructible. Eso le hace errar a fondo en el manejo de esas ventajas con que se encuentra e irlas perdiendo más o menos. Hoy presenciamos este fenómeno en grande escala. El hombre actual no se hace eficazmente cargo de que casi todo lo que hoy poseemos para afrontar alguna holgura la existencia lo debemos al pasado y que, por lo tanto, necesitamos andar con mucha atención, delicadeza y perspicacia en nuestro trato con él – sobre todo, que es preciso tenerlo muy en cuenta porque, en rigor, está presente en lo que nos legó-. Olvidar el pasado, volverle la espalda, produce el efecto a que hoy asistimos: la rebarbarización del hombre.
Pero no me interesan ahora estas formas extremas y transitorias de ingratitud. Me importa más el nivel normal de ella que acompaña siempre al hombre y le impide hacerse cargo de cuál es su verdadera condición. Y como en percatarse de sí mismo y caer en la cuenta de lo que somos y de lo que es en su auténtica y primaria realidad cuanto nos rodea consiste la filosofía, quiere decirse que la ingratitud engendra en nosotros terrible ceguera filosófica.
Si se nos pregunta que es realmente eso sobre que pisan nuestros pies, respondemos al punto que es la Tierra. Bajo este vocablo entendemos un astro de tal constitución y tamaño, es decir, una masa cósmica materia que se mueve alrededor del Sol con regularidad y seguridad bastantes para que podamos confiar en ella. Tal es la firme creencia en que estamos, y por eso nos es la realidad, y porque nos es la realidad contamos con ello sin más, no nos hacemos cuestión del asunto en nuestra vida cotidiana. Pero es el caso que, hecha la misma pregunta a un hombre del Siglo VI antes de J.C., su respuesta hubiera sido muy distinta. La Tierra le era una diosa, la diosa madre, Demeter. No un montón de materia, sino un poder divino para advertirnos que la realidad auténtica y primaria de la Tierra no es ni lo uno ni lo otro, que la Tierra-astro y la Tierra-diosa no son sin más ni más la realidad, sino dos ideas, si se quiere, una idea verdadera y una idea errónea sobre esa realidad que inventaron hombres determinados un buen día y a costa de grandes esfuerzos. De suerte que la realidad que nos es la Tierra no procede sin más ni más de éste, sino que la debemos a un hombre, a muchos antepasados, y además que depende su verdad de muchas difíciles consideraciones; en suma, que es problemática y no incuestionable.
La misma advertencia podríamos hacer con respecto a todo, lo cual nos llevaría a descubrir que la realidad en que creemos vivir, con que contamos y a que referimos últimamente todas nuestras esperanzas y temores, es obra y faena de otros hombres y no la auténtica y primaria realidad. Para topar con ésta en su efectiva desnudez fuera preciso quitar sobre ella todas esas creencias de ahora y de otros tiempos, las cuales no son más que interpretaciones ideadas por el hombre de lo que encuentra al vivir, en sí mismo y en su contorno. Antes de toda interpretación, la Tierra no es ni siquiera una “cosa”, porque “cosa” es ya una figura de ser, un modo de comportarse algo (opuesto, por ejemplo, a “fantasma”) construido por nuestra mente para explicarse aquella realidad primaria.
Si fuésemos agradecidos, habríamos, desde luego, caído en la cuenta de que todo eso que nos es la Tierra como realidad y que nos permite en no escasa medida saber a qué atenernos respecto a ella, tranquilizarnos y no vivir estrangulados por un incesante pavor, lo debemos al esfuerzo y el ingenio de los hombres. Sin su intervención estaríamos en nuestra relación con la Tierra y lo mismo con lo demás que nos rodea como estuvo el primer hombre, es decir, aterrados. Hemos heredado todos aquellos esfuerzos en forma de creencias que son el capital sobre que vivimos. La grande y, al vez, elementísima averiguación que ha de hacer el Occidente en los próximos años, cuando acabe de liquidar la borrachera de insensatez que agarró en el siglo XVIII, es que el hombre es, por encima de todo, heredero. Y que esto y no otra cosa es lo que le diferencia radicalmente del animal. Pero tener conciencia de que se es heredero es tener conciencia histórica.
La realidad auténtica de la Tierra no tiene figura, no tiene un modo de ser, es puro enigma. Tomada en esa su primaria y nuda existencia, es suelo que por el momento nos sostiene sin que nos ofrezca la menor seguridad de que no nos a fallar en el instante próximo; es lo que nos ha facilitado la huída de un peligro, pero también lo que en forma de “distancia” nos separa de la mujer amada o de nuestros hijos; es lo que a veces presenta el enojoso carácter de ser cuesta arriba y a veces la deliciosa condición de ser cuesta abajo. La Tierra por sí y mondada de las ideas que el hombre se ha ido formando sobre ella no es, pues, “cosa” ninguna, sino un incierto repertorio de facilidades y dificultades para nuestra vida.
En este sentido digo que la realidad auténtica y primaria no tiene por sí figura. Por eso no cabe llamarla “mundo”. Es un enigma propuesto a nuestro existir. Encontrarse viviendo es encontrarse irrevocablemente sumergido en lo enigmático. A este primario y preintelectual enigma reacciona el hombre haciendo funcionar su aparato intelectual, que es, sobre todo, imaginación. Crea el mundo matemático, el mundo físico, el mundo religioso, moral, político y poético, que son efectivamente “mundos” porque tienen figura y son un orden, un plano. Esos mundos imaginarios son confrontados con el enigma de la auténtica realidad y son aceptados cuando parecen ajustarse a ésta con máxima aproximación. Pero, ben entendido, no se confunden nunca con la realidad misma. En tales o cuales puntos, la correspondencia es tan ajustada que la confusión parcial se producirá – y ya veremos las consecuencias que esto trae-, pero como esos puntos de perfecto encaje son inseparables del resto, cuyo encaje es insuficiente, quedan esos mundos, tomados en su totalidad, como lo que son, como mundos imaginarios, como mundos que sólo existen por obra y gracias nuestra; en suma, como mundos “interiores”. Por eso podemos llamarlos “nuestros”. Y como el matemático tiene su mundo y el físico en cuanto físico, cada uno de nosotros tiene el suyo.
Si esto que digo es verdad, ¿no se advierte lo sorprendente que es? Pues resulta que ante la auténtica realidad, que es enigmática y, por lo tanto, terrible –un problema que sólo lo fuese para el intelecto, por lo tanto, un problema irreal, no es nunca terrible, pero una realidad que precisamente como realidad y por sí consiste en enigma es la terribilidad misma-, el hombre reacciona segregado en la intimidad de sí mismo un mundo imaginario. Es decir, que por lo pronto se retira de la realidad, claro que imaginariamente, y se va a vivir su mundo interior. Esto es lo que el animal no puede hacer. El animal tiene que estar siempre atento a la realidad según ella se presenta, tiene que estar siempre “fuera de sí”. Scheler, en “El puesto de hombre en el cosmos”, entrevé esta diferente condición del animal y el hombre, pero no la entiende bien, no sabe su razón, su posibilidad. El animal tiene que estar fuera de sí por la sencilla razón de que no tiene un “dentro de sí”, un “schez soi”, una intimidad donde meterse cuando pretendiese retirarse de la realidad. Y no tiene intimidad, esto es, mundo interior, porque no tiene imaginación. Lo que llamamos nuestra intimidad no es sino nuestro imaginario mundo, el mundo de nuestras ideas. Ese movimiento merced al cual desatendemos la realidad unos momentos para atender a nuestras ideas es lo específico del hombre y se llama “ensimismarse”. De ese ensimismamiento sale luego el hombre para volver a la realidad, pero ahora mirándola como un instrumento óptico, desde su mundo interior, desde sus idas, algunas de las cuales se consolidaron en creencias. Y esto es lo que sorprendentemente antes anunciaba: que el hombre se encuentra existiendo por partida doble, situado a la vez en la realidad enigmática y en el claro mundo de las ideas que se le han ocurrido. Esta segunda existencia es, por lo mismo, “imaginaria”, peor nótese que el tener una existencia imaginaria pertenece como tal a su absoluta realidad .

III
La ciencia como poesía. –El triángulo y Hamlet.-
El tesoro de los errores.

Conste, pues, que lo solemos llamar mundo real o “exterior” no es la nada, auténtica y primaria realidad con que el hombre se encuentra, sino que ya una interpretación dada por él a esa realidad, por tanto, una idea. Esta idea se ha consolidado en creencia. Creer en una idea significa creer que es la realidad, por tanto, dejar de verla como mera idea.
Pero claro es que esas creencias comenzaron por “no ser más” que ocurrencias o ideas sensu stricto. Surgieron un buen día de la imaginación de un hombre que se ensimismó en ellas, desatendiendo por un momento en el mundo real. La ciencia física, por ejemplo, es una de estas arquitecturas ideales que el hombre construye. Algunas de esas ideas físicas están hoy en nosotros actuando como creencias, pero la mayor parte de ellas son para nosotros ciencia –nada más, nada menos-. Cuando se habla, pues, del “mundo físico” adviértase que en su mayor porción no lo tomamos como mundo real, sino que es un mundo imaginario o “interior”.
Y la cuestión que yo propongo al lector consiste en determinar con todo rigor, sin admitir expresiones vagas o indecisas, cuál es esa actitud en que el físico vive cuando está pensando las verdades de su ciencia. O dicho de otro modo: ¿qué le es al físico su mundo, el mundo de la física? ¿Le es la realidad? Evidentemente, no. Sus ideas le parecen verdaderas, pero ésta es una calificación que subyace el carácter de meros pensamientos que aquéllas le presenta. No es ya posible, como en tiempos más venturosos, definir galanamente la verdad diciendo que es la adecuación del pensamiento con la realidad. El término “adecuación” es equívoco. Si se lo toma en el sentido de “igualdad”, resulta falso. Nunca una idea es igual a la cosa que se refiere. Y si se lo toma más vagamente en el sentido de “correspondencia”, se está ya reconociendo que las ideas no son la realidad, sino todo lo contrario, a saber, ideas y sólo ideas. El físico sabe muy bien que lo que dice su teoría no lo hay en la realidad.
Además, bastaría advertir que el mundo de la física es incompleto, está abarrotado de problemas no resueltos que obligan a no confundirlo con la realidad misma, la cual es precisamente quien le plantea esos problemas. La física no le es, por tanto, realidad, sino un orbe imaginario en el cual imaginariamente vive mientras, a la vez, sigue viviendo la auténtica y primaria realidad de su vida.
Ahora bien, esto que se hace un poco difícil de entender cundo nos referimos a la física y, en general, a la ciencia -,¿no es obvio y claro cuando observamos lo que nos pasa al leer una novela o asistir a una obra teatral? El que lee una novela está, claro es, viviendo la realidad de su vida, pero esta realidad de su vida consiste ahora en haberse evadido de ella por la dimensión virtual de la fantasía y estar cuasi-viviendo en el mundo imaginario que el novelista le describe.
He aquí por qué considero tan fértil la doctrina iniciada en el capítulo primero de este ensayo: que sólo se entiende bien qué nos es algo cuando no nos es realidad, sino idea, si paramos mientes en lo que representa para el hombre la poesía y acertamos valerosamente a ver la ciencia sub especia poeseos.
El “mundo poético” es, en efecto, el ejemplo más transparente de lo que hemos llamado “mundos interiores”. En él aparecen con descuidado cinismo y como a la intemperie los caracteres propios de éstos. Nos damos cuenta que es pura invención nuestra, engendro de nuestra fantasía. No lo tomamos como realidad y, sin embargo, nos ocupamos con las cosas del mundo exterior, es decir, -ya que vivir es ocuparse-, vivimos muchos ratos alojados en el orbe poético y ausentes del real. Conviene, de paso, reconocer que nadie hasta ahora ha dado una mediana respuesta a la cuestión de por qué hace el hombre poesía, de por qué se crea con no poco esfuerzo un universo poético. Y la verdad es que la cosa no puede ser más extraña. ¡Como si el hombre no tuviera de sobra qué hacer con su mundo real para que no necesite explicación el hecho de que se entretenga en imaginar deliberadamente irrealidades!
Pero de la poesía nos hemos acostumbrado a hablar sin gran patetismo. Cuando se dice que no es cosa seria, sólo los poetas se enfadan, que son, como es sabido, genus irritable. No nos cuesta, pues, gran trabajo reconocer que una cosa tan poco seria sea pura fantasía. La fantasía tiene fama de ser la loca de la casa. Más la ciencia y la filosofía ¿qué otra cosa son sino fantasía? El punto matemático, el triángulo geométrico, el átomo físico, no poseerían las exactas calidades que los constituyen si no fuesen meras construcciones mentales. Cuando queremos encontrarlos en la realidad, esto es, en lo perceptible y no imaginario, tenemos que recurrir a la medida, e ipso facto se degrada su exactitud y se convierten en un inevitable “poco más o menos”. ¡Qué casualidad! Lo propio que acontece a los personajes poéticos. Es indubitable: el triángulo y Hamlet tienen el mismo pedigree. Son hijos de la loca de la casa, fantasmagorías.
El hecho de que las ideas científicas tengan respecto a la realidad compromisos distintos de los que aceptan las ideas poéticas y que su relación con las cosas sea más prieta y más seria no debe estorbarnos para reconocer que ellas, las ideas, no son sino fantasías y que sólo debemos vivirlas como tales fantasías, pese a su seriedad. Si hacemos lo contrario tergiversamos la actitud correcta ante ellas: las tomamos como si fuesen la realidad, o, lo que es igual, confundimos el mundo interior con el exterior, que es lo que, un poco mayor escala, suele hacer el demente.
Refresque el lector en su mente la situación originaria del hombre. Para vivir tiene éste que hacer algo, que habérselas con lo que le rodea. Mas para decidir qué es lo que va a hacer con todo eso necesita saber a qué atenerse respecto a ello, es decir, saber qué es. Como esa realidad primaria no le descubre amistosamente su secreto, no tiene más remedio que movilizar su aparato intelectual, cuyo órgano principal –sostengo yo- es la imaginación. El hombre imagina una cierta figura o modo de ser de la realidad. Supone que es tal o cual, inventa el mundo o un pedazo de él. Ni más ni menos que un novelista por lo que respecta el carácter imaginario de su creación. La diferencia está en el propósito con que la crea. Un plano topográfico ni es ni más ni menos fantasmagórico que el paisaje de un pintor. Pero el pintor no ha pintado su paisaje para que le sirva de guía en su viaje por la comarca, y el plano ha sido hecho con esta finalidad. El “mundo interior” que es la ciencia es el ingente plano que elaboramos desde hace tres siglos y medio para caminar entre las cosas. Y viene a ser como si nos dijéramos: “suponiendo que la realidad fuera tal y como yo la imagino, mi comportamiento mejor en ella y con ella debía ser tal y tal. Probemos si el resultado es bueno”. La prueba es arriesgada. No se trata de juego. Va en ello el acierto de nuestra vida. ¿No es insensato hacer que penda nuestra vida de la improbable coincidencia entre la realidad y una fantasía nuestra? Insensato lo es, sin duda. Pero no es cuestión de albedrío. Porque podemos elegir –ya veremos en qué medida- entre una fantasía y otra para dirigir nuestra conducta y hacer la prueba, pero no podemos elegir entre fantasear o no. El hombre está condenado a ser novelista. El posible acierto de sus fantasmagorías será todo lo imposible que se quiere; pero, aun así ésa es la única probabilidad con que el hombre cuenta para subsistir. La prueba es tan arriesgada que ésta es la hora en que todavía no ha conseguido con holgada suficiencia resolver su problema y estar en lo cierto o acertar. Y lo poco que en este orden ha conseguido ha costado milenios y milenios y lo ha logrado a fuerza de errores, es decir, de embarcarse en fantasías absurdas, que fueron como callejones sin salida de que tuvo que retirarse maltrecho. Pero esos errores, experimentados como tales, son los únicos points de repére que tiene, son lo único verdaderamente logrado y consolidado. Sabe hoy que, por lo menos, esas figuras de mundo por él imaginadas en el pasado no son la realidad. A fuerza de errar se acotando el área del posible acierto. De aquí la importancia de conservar los errores, y esto es la historia. En la existencia individual lo llamamos “experiencia de la vida” y tiene el inconveniente que es poco aprovechable porque el mismo sujeto tiene que errar primero, para acertar luego, y luego es, a veces, ya demasiado tarde. Pero en la historia fue un tiempo pasado quien erró y nuestro tiempo quien puede aprovechar la experiencia.


IV

La articulación de los mundos interiores.

Mi mayor afán es que el lector, aún el menos cultivado, no se pierda por estos vericuetos en que le he metido. Esto me obliga a repetir las cosas varias veces y a destacar las estaciones de nuestra trayectoria.
Lo que solemos llamar realidad o “mundo exterior” no es ya la realidad primaria y desnuda de toda interpretación humana, sino que es lo que creemos, con firme y consolidada creencia, ser realidad. Todo lo que en ese mundo real encontramos de dudoso o insuficiente nos obliga a hacernos ideas sobre ello. Esas ideas forman “mundos interiores”, en los cuales vivimos sabiendas de que son invención nuestra, como vivimos el plano de un territorio mientras viajamos por éste. Pero no se crea que el mundo real nos fuerza sólo a reaccionar con ideas científicas y filosóficas. El mundo del conocimiento es sólo uno de los muchos mundos interiores. Junto a él está el mundo de la religión y el mundo poético y el mundo de la sagesse o “experiencia de la vida”.
Se trata precisamente de aclarar un poco por qué y en qué medida posee el hombre esa pluralidad de mundos íntimos, o, lo que es igual, por qué y en qué medida el hombre es religioso, científico, filósofo, poeta y “sabio” u “hombre de mundo” (lo que nuestro Gracián llamaba el “discreto”). A este fin, invitaba yo al lector, ante todo, a hacerse bien cargo de que todos esos mundos, incluso el de la ciencia, tienen una dimensión común con la poesía, a saber: que son obra de nuestra fantasía. Lo que se llama pensamiento científico no es sino fantasía exacta. Más aún: a poco que se reflexione se advertirá que la realidad no es nunca exacta y que sólo puede ser exacto lo fantástico (el punto matemático, el átomo, el concepto en general y el personaje poético). Ahora bien, lo fantástico es lo más opuesto a lo real; y, en efecto, todos los mundos forjados por nuestras ideas se oponen en nosotros a los que sentimos como realidad misma, al “mundo exterior”.
El mundo poético representa el grado extremo de lo fantástico, y, en comparación con él, el de la ciencia nos parece estar más cerca del real. Perfectamente; pero, si el mundo de la ciencia nos parece casi real comparado con el poético, no olvidemos que también es fantástico y que comparado con la realidad, no es sino fantasmagoría. Pero esta doble advertencia nos permite observar que esos varios “mundos interiores” son encajados por nosotros dentro del mundo real o exterior, formando una gigantesca articulación. Quiero decir que uno de ellos, el religioso, por ejemplo, o el científico, nos parece ser el más próximo a la realidad, que sobre él va montado el de la “sagesse” o experiencia espontánea de la vida, y en torno éste el de la poesía. El hecho de que vivimos cada uno de esos mundos con una dosis de “seriedad” diferente, o, viceversa, con grados diversos de ironía.
Apenas notado esto, surge en nosotros el obvio recuerdo de que ese orden de articulación entre nuestros mundos interiores no ha sido siempre el mismo. Ha habido épocas en que lo más próximo a la realidad fue para el hombre la religión y no la ciencia. Hay una época de la historia griega en que la “verdad” era para los helenos, Homero, por tanto, lo que se suele llamar poesía.
Con esto desembocamos en la gran cuestión. Sostengo que la conciencia europea arrastra el pecado de hablar ligeramente sobre esa pluralidad de mundos, que nunca se ha ocupado de verdad en aclarar sus relaciones y en qué consisten últimamente. Las ciencias son maravillosas en sus contenidos propios, pero cuando se pregunta a quemarropa qué es la ciencia, como ocupación del hombre, frente a la filosofía, la religión, la sapiencia, etc., sólo se nos responden las más vagas nociones.
Es evidente que todo eso –ciencia, filosofía, poesía, religión- son cosas que el hombre hace, y que todo lo que se hace se hace por algo y para algo. Bien, pero ¿por qué hace esas cosas diversas? Si el hombre se ocupa en conocer, si hace ciencia o filosofía, es, sin duda, porque un buen día se encuentra con que está en la duda sobre asuntos que le importan y aspira a estar en lo cierto. Pero es preciso reparar bien en lo que semejante situación implica. Por lo pronto, notamos que no puede ser una situación originaria, quiero decir, que el estar en la duda supone que se ha caído en ella un cierto día. El hombre no puede comenzar por dudar. La duda es algo que pasa de pronto al que antes tenía una fe o creencia, en la cual se hallaba sin más y desde siempre. Ocuparse en conocer no es, pues, una cosa que no esté condicionada por una situación anterior. Quien cree, quien no duda, no moviliza su angustiosa necesidad de conocimiento. Éste nace en la duda y conserva siempre viva esta fuerza que lo engendró. El hombre de ciencia tiene que estar constantemente ensayando dudar de sus propias verdades. Éstas sólo son verdades de conocimiento en la medida en que resisten toda posible duda. Viven, pues, de un permanente boxeo con el escepticismo. Ese boxeo se llama prueba.
La cual, por otro lado, descubre que la certidumbre a que aspira el conocedor –hombre de ciencia o filósofo- no es cualquiera. El que cree posee certidumbre precisamente porque él no se la ha forjado. La creencia es certidumbre en que nos encontramos sin saber cómo ni por dónde hemos entrado en ella. Toda fe es recibida. Por eso, su prototipo es “la fe de nuestros padres”. Pero al ocuparnos en conocer hemos perdido precisamente esa certidumbre regalada en que estábamos y nos encontramos teniendo que fabricarnos una con nuestras exclusivas fuerzas. Y esto es imposible si el hombre no cree que tiene fuerzas para ello.
Ha bastado con apretar mínimamente la noción más obvia de conocimiento para que este peculiar hacer humano aparezca circunscripto por toda una seria de condiciones, esto es, para descubrir que el hombre no se pone a conocer sin más ni más, en cualesquiera circunstancias. ¿No pasará lo mismo con todas esas otras grandes ocupaciones mentales: religión, poesía, etc.?
Sin embargo, los pensadores no se han esforzado todavía –aunque parezca mentira- en precisar las condiciones de ellas. En rigor, ni siquiera aprietan un poco la confrontación de cada una con las demás. Que yo sepa, únicamente Dilthey plantea la cuestión con alguna amplitud y se cree obligado, para decirnos qué es filosofía, a decirnos también qué es religión y qué es literatura . Porque, es bien claro que todas esas cosas tiene algo en común. Cervantes o Shakespeare nos dan una idea del mundo como Aristóteles o Newton. Y la religión no es cosa que no tenga que ver con el universo.
Pues resulta que cuando los filósofos han descrito esa pluralidad de direcciones en el hacer, digamos, intelectual del hombre –este vago nombre es suficiente para oponerlo a todos los haceres de tipo “práctico”-, se quedan tranquilos y creen haber hecho cuanto en este tema tenían que hacer. No importa el caso que algunos añaden a esas direcciones el mito, distinguiéndolo confusamente de la religión.
Lo que si importa es reparar que para todos ellos, incluso para Dilthey, se trataría en esas direcciones de modos permanentes y constitutivos del hombre, de la vida humana. El hombre sería un ente que posee con propiedad esencial esas disposiciones de actuación, como tiene piernas y aparato para emitir sonidos articulados y un sistema de reflejos fisiológicos. Por tanto, que el hombre es religioso porque sí, y conoce en filosofía o matemática porque sí, y hace porque sí poesía –donde el “porque sí” significa que tiene la religión, el conocimiento y la poesía como “facultades” o permanentes disponibilidades-. Y, en todo instante, el hombre sería todas esas cosas –religioso, filósofo, científico, poeta-, bien que con una u otra dosis o proporción.
Al pensar esto, claro es que reconocían lo siguiente: el concepto de religión, de filosofía, de ciencia, de poesía, sólo se pueden formar en vista de ciertas faenas humanas, conductas, obras muy determinadas, que aparecen en ciertas fechas y lugares de la historia. Por ejemplo: para no entretenernos sino en lo más claro, la filosofía sólo toma una figura clara desde el siglo V en Grecia; la ciencia sólo se perfila con peculiar e inequívoca fisonomía desde el siglo XVII en Europa. Pero, una vez que ante un hacer humano cronológicamente determinado se ha formado una idea clara, se busca en toda época histórica algo que se le parezca, aunque se le parezca muy poco, y se concluye, en vista de ello. Que el hombre también en esa época era religioso, científico, poeta. Es decir, que no ha servido de nada formar una idea clara de cada una de estas cosas, sino que luego se le envaguece y eteriza para poderla aplicar a fenómenos muy dispares entre sí.
El envaguecimiento consiste en que vaciamos esas formas de ocupación humana de todo contenido concreto, las consideramos como libres frente a todo determinado contenido. Por ejemplo, consideramos como religión no sólo toda creencia en algún dios, sea éste el que sea, sino que también llamamos religión al budismo, a pesar de que el budismo no cree en ningún dios. Y parejamente llamamos conocimiento a toda opinión sobre lo que hay, sea cual sea eso que el hombre opina que hay, fuere cual fuere la modalidad del opinar mismo; y llamamos poesía a toda obra humana verbal que place, sea la que quiera la vitola de aquel producto verbal en que se complace, y con ejemplar magnanimidad atribuimos la indomable y contradictoria variedad de contenidos poéticos a una limitada variación de los estilos y nada más.
Pues bien, a mi juicio, este tan firme uso tiene que sufrir cuando menos una revisión, y probablemente una profunda reforma. Esto es lo que intento en otro lugar.


Diciembre 1934

lunes, 30 de agosto de 2010

GUÍA DE LECTURA-ORTEGA Y GASSET: Ideas y Creencias

INTRODUCCION A LA FILOSOFIA
CUESTIONARIO GUÍA: JOSÉ ORTEGA Y GASSET, “Ideas y creencias”

1. ¿Por qué decimos que Ortega y Gasset está interesado en comprender al hombre en términos históricos? ¿Cómo logra demostrar la historicidad del hombre?
2. Transcribir las distintas expresiones que utiliza Ortega y Gasset para referirse a las ideas y las que utiliza para referirse a las creencias en un cuadro comparativo en dos columnas.
3. ¿Cuál es la diferencia de “estrato” o “nivel de conciencia” entre las ideas y las creencias?
4. ¿Cuál es el “rango funcional” correspondiente a cada tipo de contenidos mentales (ideas y creencias)?
5. Establecer la relación entre “realidad interpretada”; “realidad enigmática”; “ideas”¨ y “creencias”.
6. ¿Cómo entiende el autor la “duda”? Relacionar este concepto con los conceptos de ideas y de creencias.
7. ¿Qué entiende Ortega y Gasset por “imaginación”?
8. ¿Por qué sostiene en la página 51: “El hombre está condenado a ser novelista”?
9. ¿Qué entiende el autor por “conciencia histórica”? ¿Cuál es la relación entre la conciencia histórica, las ideas y las creencias?
10. Defina y diferencie la definición tradicional de “verdad” y la definición de verdad que propone Ortega y Gasset (Cf. pág. 20; 32; 47)

RELACIONES:
1) Relacione los siguientes conceptos: “autonomía” (libertad como autodeterminación); “pensamiento crítico”; “ideas”; “creencias”; “acción y pensamiento”. ¿Por qué aplicar el “pensamiento crítico” a nuestras “creencias” aumenta nuestra capacidad de autonomía?
2) ¿Qué relaciones pueden establecerse entre el “universo simbólico” de Cassirer y la “realidad interpretada” de Ortega y Gasset?

GUÍA DE LECTURA-CARPIO: Saber Crítico y Saber Vulgar

INTRODUCCION A LA FILOSOFIA
CUESTIONARIO GUIA: CARPIO, A. “La Filosofía como crítica universal y saber sin supuestos”: p. 37-56

1) Confeccione un cuadro comparativo a dos columnas que contenga las características propias de cada tipo de saber: vulgar o ingenuo y crítico. Explique brevemente cada una de las características.
Saber vulgar o ingenuo:
a) Proponga dos ejemplos de saberes –distintos a los del texto- que resulten ser adquiridos de modo espontáneo. El primer ejemplo que esté basado en nuestra experiencia diaria con cosas; el segundo ejemplo que esté basado en nuestra experiencia cotidiana con personas. ¿Por qué estos saberes son adquiridos de modo espontáneo?
b) ¿Qué significa que el saber vulgar, como sostiene Carpio, sea un saber socialmente determinado? ¿Por qué asocia el autor dicha propiedad con el “sentido común”? Fundamente y, además, proporcione un ejemplo –distinto a los del texto- que de cuenta de dicho saber socialmente determinado en “universos simbólicos”, culturas, costumbres o tradiciones diferentes.
c) Mencione dos consecuencias del carácter subjetivo del saber vulgar. Fundamente.
d) ¿Cuáles son las causas fundamentales del carácter asistemático del saber vulgar? Fundamente.
e) ¿Por qué Carpio equipara al saber vulgar con ingenuidad? Fundamente.
f) ¿Cuál cree que es la utilidad del saber vulgar para una persona y cuál cree que es el peligro?

Saber Crítico:
g) ¿Qué significa que el saber crítico, a diferencia del saber vulgar, requiere de un esfuerzo? ¿En qué consiste dicho esfuerzo? Mencione un ejemplo que refleje las consecuencias de dicho esfuerzo en nuestro trato con las cosas, y un ejemplo que de cuenta de éste esfuerzo en nuestro trato con las personas.
h) ¿Por qué el saber crítico requiere de un método? ¿Qué es un método? Defina brevemente y con sus palabras.
i) Mencione dos sinónimos o palabras directamente asociadas al concepto de fundamento. Proporcione un ejemplo de un saber fundamentado.
j) Comente la siguiente afirmación del autor: “el saber crítico no admite las contradicciones ni las relaciones provenientes del azar” (p. 39)
k) ¿Qué significa qué el saber crítico pretende o aspira a la “objetividad” y a ser “universalmente válido” (p 39)?
l) ¿Analizar / examinar son requisitos o consecuencias de un juicio crítico? Fundamente.
m) ¿Cuál cree que es la utilidad del saber crítico para el hombre?

Para pensar y responder…

1- ¿Cree Ud. qué el saber crítico es mas importante qué el saber vulgar?
2- ¿Es imprescindible, para vivir, el saber vulgar? ¿Y el crítico?
3- ¿Resulta correcto afirmar que el saber crítico requiere, a través del esfuerzo, asumir una actitud? ¿Por qué?

2) Si bien las ciencias y la filosofía son saberes críticos, el autor destaca claramente que el alcance y profundidad de la actitud crítica de las ciencias es más limitado con respecto a la filosofía. ¿Por qué?
a) Que la ciencia sea un saber con supuestos, ¿lo considera Ud. un defecto o una condición necesaria (condición de posibilidad)? Fundamente.
b) ¿Qué la filosofía sea un saber sin supuestos equivale a sostener que la filosofía se constituye como crítica universal? Fundamente.
c) Carpio sostiene: “la pregunta acerca de la esencia de la ciencia, en general, y acerca de una ciencia determinada, en particular, no puede responderlas la ciencia; sino que son cuestiones propias de la filosofía” (p. 53) ¿Qué significa dicha afirmación? Fundamente.

GUÍA DE LECTURA-CASSIRER: Una clave de la naturaleza del hombre: el símbolo

INTRODUCCIÓN A LA FILOSOFIA
CUESTIONARIO GUIA: CASSIRER, E. “Una clave de la naturaleza del hombre: el símbolo”

1) ¿Por qué resulta insuficiente, para Cassirer, la definición tradicional de hombre como “animal racional”? Fundamente
2) ¿Cómo explica Cassirer que otros filósofos hayan calificado al hombre como “animal racional”?
2) Explique el concepto de “círculo funcional” del biólogo Uexküll en relación con la adaptación de los organismos al ambiente.
3) ¿Cómo juzga Cassirer la aplicación de ese concepto del biólogo para caracterizar el mundo humano?
4) Defina lo que entiende por “universo simbólico” y mencione dos sinónimos trabajados en clase.
5) a) Explique brevemente la diferencia entre Naturaleza y Cultura. b) ¿Por qué el hombre habita irremediablemente la cultura?
6) ¿Resulta correcto afirmar, según el autor, que el hombre trasciende el mundo del puro universo físico (o naturaleza)? Fundamente
7) ¿Qué es lo específico del hombre en relación a otros animales? ¿Qué consecuencias tiene para la concepción antropológica?
8) Con los siguientes términos confeccione dos columnas, ubicando en la primera los términos correspondientes a la Naturaleza y en la segunda los correspondientes a la Cultura o “universo simbólico”:
-sentido -mito – electrón – democracia – el bien y el mal
-sistema efector y sistema receptor -ciencia -vida - el dinero
-arte -necesidades biológicas -religión – libertad - el valor del oro
-lenguaje -reacciones orgánicas -artificial -árbol - el viento
-dibujo de un árbol –muerte – sentido de la muerte - “las cosas mismas”
- piedra -hacha de piedra -las palabras - las prácticas humanas
-el “toc toc” de un corazón latiendo – la economía - el amor
-el “toc toc” de un tambor -la bomba atómica -el “big bang”
-deseos -interpretación - ley de la oferta y la demanda
9) ¿Por qué el hombre a diferencia de los animales vive, según el autor, “no sólo en una realidad mas amplia, sino también en una nueva dimensión de la realidad” (p. 47)?
10) ¿Qué sentido tiene la siguiente expresión de Cassirer: “La realidad física parece retroceder en la misma proporción que avanza su actividad simbólica” (p. 48) Fundamente
11) Explique esta afirmación de Cassirer: “En lugar de tratar con las cosas mismas, en cierto sentido, [el hombre] conversa consigo mismo” (p. 48)
12) Explique cómo rebatiría Cassirer la siguiente afirmación de Rousseau, “El hombre que medita es un animal depravado: sobrepasar los límites de la vida orgánica no representa una mejora de la naturaleza humana sino su deterioro” (p. 47).
13) Cassirer afirma que el hombre: “no puede ver o conocer nada sino a través de la interposición de este medio artificial. Su situación es la misma en la esfera teórica que en la práctica” (p. 48). Explique brevemente:
a) ¿Cuál es “su situación” y cuál es el “medio artificial”?
b) ¿Por qué su situación es tal en la “esfera teórica”?
c) ¿Por qué su situación es tal en la “esfera práctica”?
14) Ensaye completar con diversos ejemplos el siguiente esquema:
PRÁCTICA: Ej: tocar tambores alrededor del chamán
SENTIDO (de la práctica): Ej: llamar a la diosa Luna
FORMA SIMBÓLICA (o “discurso”): Ej: el mito o la religión
UNIVERSO SIMBÓLICO: Ej: tribu de X lugar en X época
15) Relacione la afirmación de Cassirer citada en la consigna 13 con el pensamiento de Ortega y Gasset.

sábado, 28 de agosto de 2010

ADOLFO P. CARPIO-Capítulo III: La Filosofía como crítica universal y saber sin supuestos

ADOLFO P. CARPIO

PRINCIPIOS DE FILOSOFÍA

Una introducción a su problemática

CAPÍTULO III

LA FILOSOFÍA COMO CRÍTICA UNIVERSAL
Y SABER SIN SUPUESTOS

1. El saber vulgar

Conviene en este punto que nos detengamos para establecer algunos caracteres del conocimiento filosófico y sus diferencias con el científico. Para ello se comenzará por considerar las principales formas de "saber", término que ya ha sido empleado repetidas veces.
La palabra "saber" tiene sentido muy amplio; equivale a toda forma de conocimiento y se opone, por tanto, a "ignorancia". Pero hay diversos tipos o especies de saber, que fundamentalmente se reducen a dos: el ingenuo o vulgar, y el crítico . Si bien de hecho se dan por lo general imbricados el uno con el otro, el análisis puede separarlos y considerarlos como tipos puros, siempre que no se olvide que en la realidad de la vida humana concreta se encuentran íntimamente ligados y sus límites son fluctuantes.
El saber vulgar o ingenuo es espontáneo: se va acumulando sin que nos propongamos deliberada o conscientemente adquirirlo; se lo va logrando a lo largo de la experiencia diaria. Por ejemplo, el saber que tenemos acerca del manejo del interruptor de la luz; o acerca de qué vehículo puede llevarnos hasta la Plaza de Mayo; o acerca de las causas de la política de tal o cual gobierno. Se trata entonces del saber que proviene de nuestro contacto cotidiano y corriente con las cosas y con las personas, el que nos trasmite el medio natural -el saber del campesino se refiere en general a cosas diferentes de aquellas a que se refiere el saber propio de quien vive en la ciudad- y el medio social -lo que se nos dice oralmente, o mediante los periódicos, la radio o la televisión. La primera característica del saber ingenuo, pues, es su espontaneidad, el hecho de que se constituya en nosotros sin que tengamos el propósito deliberado de lograrlo.
En segundo lugar, se trata de un saber socialmente determinado; se lo comparte en tanto se forma parte de una comunidad dada y por el solo hecho de pertenecer a ella. Por lo mismo que es espontáneo, está dominado por la sociedad respectiva y por las pautas que en ella rigen; nuestro saber vulgar es así diferente del que es propio de los naturales del Congo o del que tuvieron los hombres de la Edad Media. En la medida en que en cada circunstancia social ese saber tiene cierta estructura y contenidos comunes, suele hablarse de "sentido común": el común denominador de los conocimientos, valoraciones y costumbres propios de una sociedad determinada (así nos dice el "sentido común" que el negro es lo propio del duelo, pero hay sociedades donde el luto se expresa con el blanco).
El saber vulgar está todo él traspasado o teñido por factores emocionales, es decir, extrateóricos, que por lo general impiden representarse las cosas tales como son, sino que lo hacen de manera deformada. Piénsese, por ejemplo, en los prejuicios raciales, según los cuales el solo color de la piel sería índice de defectos o vicios determinados. De manera que se trata aquí de un saber de las cosas en función de los prejuicios, temores, esperanzas, simpatías o antipatías del grupo social a que se pertenece, o propios del individuo respectivo. El saber ingenuo, pues, es subjetivo, porque no está determinado esencialmente por lo que las cosas u objetos son en sí mismos, sino por la vida emocional del sujeto. Por ello este saber difiere de un individuo a otro, de un grupo social a otro, de país a país, de época a poca, sin posibilidad de acuerdo, a no ser por azar.
Si se observa, no tanto el contenido, cuanto la conformación de este saber, se notará una cuarta característica: su asistematicidad. Porque el saber vulgar se va constituyendo sin más orden que el resultante del azar de la vida de cada uno o de la colectividad; se va acumulando, podría decirse, a la manera como se van acumulando los estratos geológicos, uno sobre el otro, en sucesión más o menos casual y desordenada. Y es tal desorden lo que hace que suela estar lleno de contradicciones, que sin embargo no lo vulneran ni afectan como tal saber, justo porque lo que en él predomina no es la lógica, el aspecto racional, sino los factores emocionales.

2. El saber crítico

Tal como ocurre con muchas otras palabras importantes de los idiomas europeos, y en especial del lenguaje filosófico, "crítica" procede del griego , del verbo κρινειν [krínein], que significa "discernir", "separar", "distinguir". "Crítica", entonces, equivale a "examen" o "análisis" de algo; y luego, como resultado de ese análisis, "valoración" de lo analizado -valoración que tanto podrá ser positiva cuanto negativa (por más de que en el lenguaje diario predomine este último matiz).
Mientras el saber ingenuo es espontáneo, en el saber crítico domina el esfuerzo: el esfuerzo para colocarse en la actitud crítica. Es obvio que nadie se vuelve matemático ni médico espontáneamente. No se requiere ningún empeño para colocarse en la actitud ingenua, porque en esa actitud vivimos y nos movemos permanentemente. Mas para alcanzar la actitud crítica es preciso aplicarse, esforzarse: deliberadamente, conscientemente, hay que tomar la decisión de asumir tal postura y ser capaz de mantenerla. El saber crítico, entonces, exige disciplina, y un cambio fundamental de nuestra anterior actitud ante el mundo (la espontánea). En este sentido es característica esencial del saber crítico estar presidido por un método, vale decir, por un procedimiento, convenientemente elaborado, para llegar al conocimiento, un conjunto de reglas que establecen la manera legítima de lograrlo (como, por ejemplo, los procedimientos de observación y experimentación de que se vale el químico) (cf. Cap. VIII, § 9).
Mientras que en el saber vulgar la mayoría de las afirmaciones se establecen porque sí, o, al menos, sin que se sepa el porqué, el saber crítico, en cambio, sólo puede admitir algo cuando está fundamentado, esto es, exige que se aduzcan los fundamentos o razones de cada afirmación (principio de razón). "La edad de la tierra -dirá un geólogo- es de tres mil millones de años, aproximadamente"; pero no basta con que lo diga, sino que deberá mostrar en qué se apoya para afirmarlo, tendrá que dar pruebas.
Por lo que se refiere a su configuración, en el saber crítico predomina siempre la organización, la ordenación, y su articulación resulta de relaciones estrictamente lógicas, no provenientes del azar; en una palabra, es sistemático, lógicamente organizado. Para comprenderlo no hay más que pensaren la manera cómo se encadenan los conocimientos en un texto de geometría, v. gr. Un tratado de anatomía, para referirnos a otro caso, no comienza hablando del corazón, de allí salta al estudio del pie, luego al de los párpados, etc.; si ello ocurriera, se diría que el libro carece de sistema. Por el contrario, el tratado de anatomía empieza por estudiar los distintos tejidos, sigue luego con el tratamiento de los huesos según un orden determinado, a continuación se ocupa de las articulaciones, músculos y tendones, etc. La organización lógica hace que el saber crítico no pueda soportar las contradicciones; y si éstas surgen, son indicio seguro de algún error y obligan de inmediato a la revisión para tratar de eliminarlas; será preciso entonces rehacer el tema en cuestión, porque la contradicción implica que el saber no ha logrado todavía, en ese aspecto, constituirse como saber verdaderamente crítico.
La crítica, es decir, el análisis, examen y valoración, opera de manca de evitar la intromisión de todo factor subjetivo; en el saber crítico domina la exigencia simplemente teorética, el puro saber y su fundamentación, y aspira a ser universalmente válido: pretende lograr la más rigurosa objetividad, porque lo que busca es saber cómo son realmente las cosas, que se revelen tal como son en sí mismas, y no meramente como nos parece que son. Quizás esa objetividad del saber crítico en el fondo no sea más que un desiderátum, una pretensión, un ideal, que el hombre sólo raramente y de manera relativamente inadecuada pueda lograr, como parece mostrarlo la historia misma de la ciencia y de la filosofía; pero como exigencia, está siempre presente en el saber crítico.
Resulta entonces evidente que, mientras el saber vulgar está presente en todas las circunstancias de nuestra existencia, el saber crítico sólo se da en ciertos momentos de nuestra vida: cuando deliberadamente se asume la posición teorética, tal como ocurre en la ciencia y en la filosofía.
Tampoco es un saber compartido por todos los miembros de una sociedad o época determinadas, sino sólo por aquellos miembros del grupo que se dedican a la actividad crítica, es decir, los hombres de ciencia y los filósofos; y ello sólo en tanto se dediquen a tal actividad, sólo en los momentos en que se encuentren en la actitud crítica, porque en la vida diaria se comportan tan espontáneamente como los demás (el bioquímico que come un trozo de carne no saborea "proteínas").
El saber crítico suele contradecir al sentido común; basta pensar en algunos conocimientos y teorías científicos y filosóficos para advertirlo. Según el sentido común, el sol "sale" por el Este y "se pone" por el Oeste; pero la astronomía enseña que el sol ni sale ni se oculta, sino que ello es una ilusión resultante del movimiento giratorio de la tierra sobre su propio eje. También el sentido común (y no sólo el sentido común) sostiene que cualquier todo es mayor que cualquiera de sus partes; pero una rama de las matemáticas, la teoría de los conjuntos, enseña que hay ciertos "todos" cuyas partes no son menores . O para tomar un ejemplo extraído del campo de la filosofía: el sentido común supone que el espacio es una realidad independiente del espíritu humano; pero Kant sostiene -diciendo las cosas de manera rudimentaria, inexacta- que hay espacio solamente porque hay sujetos humanos que conocen; que el espacio es una especie de proyección del hombre sobre las cosas, de manera tal que si por arte de magia se suprimiese a todos los sujetos humanos, automáticamente dejaría de haber espacio; éste no tiene existencia sino solamente como modo subjetivo de intuición (cf. Cap. X, § 10).
Esta teoría parecerá extravagante, pero en este punto sólo nos interesa mostrar su oposición con el sentido común.
Se adelantó (cf. § 1) que ambos tipos de saber, el vulgar y el crítico, marchan frecuentemente enlazados el uno con el otro. Y, en efecto, sufren diversos tipos de influencias recíprocas, de modo tal que en muchos casos puede presentarse la duda acerca de si determinado conocimiento pertenece a una u otra forma de saber. La afirmación de que la tierra tiene unos tres mil millones de años se la puede saber por haberla leído en cualquier revista o semanario populares; pero el haberla leído allí no es garantía científica, ni cosa que se le parezca. Ese conocimiento puede parecer conocimiento científico, pero en tanto que uno se limite a repetirlo sin más, y en tanto se lo haya extraído de fuente tan poco seria, será saber vulgar y no crítico, porque no se dispone de los medios para fundamentar la afirmación; pero formulada en un tratado de geología, en cambio, sí tendrá carácter crítico. De manera que la característica que permite separar el saber vulgar del crítico no está tanto en el contenido de los conocimientos -en lo que éstos afirman-, cuanto más bien en el modo cómo lo afirman –en que estén convenientemente fundados-, en nuestra actitud frente a los mismos.
Dentro del saber crítico se distinguen la ciencia y la filosofía. Antes de volver a referirnos a las diferencias entre ambas, señalemos que hay tres tipos de ciencias: las formales, como la matemática y la lógica; y las reales, fácticas o ciencias de la realidad, que a su vez se subdividen en ciencias naturales -que pueden ser descriptivas (anatomía descriptiva, geografía) o explicativas (física, química)- y ciencias del espíritu (llamadas también ciencias morales, o ciencias de la cultura, o ciencias sociales), como la historia, la economía, la sociología, la psicología. En forma de cuadro:


3. La ciencia, saber con supuestos

La expresión "saber crítico", entonces, abarca tanto la ciencia cuanto la filosofía; ambas se mueven en la crítica como en su "medio" natural. Mas si, según ya se dijo (cf. Cap. I, § 3, y Cap. II, § 8), la amplitud y profundidad de la filosofía son máximas, habrá de decirse ahora que la función crítica alcanza en la filosofía su grado también máximo.
En efecto, si bien la actitud científica es actitud crítica, su crítica tiene siempre alcance limitado, y ello en dos sentidos. De un lado, porque la ciencia es siempre ciencia particular, esto es, se ocupa tan sólo de un determinado sector de entes, de una zona del ente bien delimitada -la matemática, sólo de los entes matemáticos, no de los paquidermos; la geografía, de las montañas, ríos, etc., no de las clases sociales (cf. Cap. I, § 3). El físico, por ejemplo, asume entonces una actitud crítica frente a sus objetos de estudio -las leyes del movimiento, las propiedades de los gases, la refracción de la luz, etc.-, y en este terreno no acepta nada porque sí, sino sólo sobre la base del más detenido examen, de las comprobaciones e inferencias más seguras, e incluso siempre debe estar dispuesto a revisar sus conclusiones y a desecharlas si fuera necesario. Pero por aquí aparece la segunda limitación: dado que la ciencia se ocupa solamente de un determinado sector de entes, y no de la totalidad, no puede preguntarlo todo, no puede cuestionarlo todo, y por lo tanto siempre tendrá que partir de, y apoyarse en, supuestos: la ciencia es un saber con supuestos que simplemente admite.
El término "supuesto" es un compuesto del prefijo "sub", que significa "debajo", y del participio "puesto", de manera que "supuesto" quiere decir literalmente "lo que está puesto debajo" de algo, como constituyendo el soporte o la base sobre la cual ese algo se asienta. Y bien, el hombre de ciencia procede siempre partiendo de ciertos supuestos - creencias, afirmaciones o principios- que no discute ni investiga, que admite simplemente sin ponerlos en duda ni preguntarse por ellos, y que no puede dejar de aceptar en tanto hombre de ciencia, porque precisamente su investigación comienza a partir de ellos, sobre la base de ellos. El físico no puede dedicarse a su ciencia si no comienza por suponer que hay un mundo real independiente de los sujetos que lo conocen (realidad del mundo exterior), ni sin suponer que hay algo que se llama movimiento, y algo que se llama tiempo. El físico no se pregunta propiamente por nada de esto: si efectivamente hay o no un mundo real material, o qué sea en sí mismo el movimiento, o el espacio, o el tiempo; sino que todo ello constituye para él un conjunto de supuestos necesarios a partir de los cuales procede. El físico dirá que el espacio recorrido por un móvil es igual al producto de la velocidad por el tiempo; pero para ello es preciso que dé por sentado el movimiento, el espacio y el tiempo: todo esto el científico lo sub-pone, lo "pone" como base o condición de su propia actividad sin preguntarse por ellos mismos (de manera parecida a como supone los números, cuyo estudio no le compete al físico, sino al matemático).
La filosofía, en cambio, observará que respecto a la realidad del mundo exterior pueden plantearse dificultades muy graves, y ya se vio cómo para Parménides el mundo sensible es ilusorio (cf. Cap. II, § 5); dificultades no menores conciernen al espacio, al movimiento o al tiempo. De manera semejante, toda ciencia parte del hecho de que el hombre tiene esa facultad llamada "razón", es decir, de que el hombre, para pensar científicamente, tiene que valerse de los principios ontológicos -identidad, contradicción, etc.-; y el científico emplea constantemente estos principios, pero sin examinarlos, porque tal examen es asunto propio de la filosofía. La ciencia, por último -para referirnos al supuesto más general de todos-, parte del supuesto de que hay entes; en tanto que el filósofo comienza por preguntarse: "¿por qué hay ente, y no más bien nada?" (Cf. Cap. I, § 4).
Conviene señalar que cuando se dice que la ciencia parte de supuestos o se constituye como saber con supuestos, no se debe ver en ello, en manera alguna, un "defecto" de la ciencia; es, por el contrario, condición esencial suya y, en cierto modo, su máxima virtud, porque gracias a ella solamente puede conocer todo lo que conoce y fundamentar toda una serie de modos operativos con que actúa exitosamente sobre la realidad, las llamadas "técnicas" -como, por ejemplo, la que nos permite, con sólo mover un dedo, encender o apagar la luz.

9. Ciencia y filosofía
Lo que se ha dicho sobre Leibniz, Zenón y San Agustín permite comprender mejor por qué se afirmó que la filosofía puede caracterizarse como el análisis de lo obvio (cf. § 5), y permite también entender más a fondo la afirmación según la cual la ciencia es un saber con supuestos (cf. § 3). El físico, v. gr., meramente admite que hay entes, se ocupa del movimiento para determinar sus leyes, opera de continuo con el tiempo. Todo eso el físico lo admite simplemente para proceder a partir de ello, para calcular el tiempo o el movimiento, por ejemplo. Pero qué sea el tiempo, si existe realmente, o es sólo una ilusión o una forma de nuestro humano conocimiento (cf. Cap. X, § 10); o qué sea el movimiento y qué ocurra con las aporías de Zenón -nada de eso es cuestión que concierna a la física, sino sólo a la filosofía.
Basarse en supuestos es, pues, el modo de ser característico de la ciencia. Y el conjunto de supuestos sobre que la ciencia reposa se manifiesta en el hecho de que la ciencia nunca puede hablar de sí misma. Escribe Heidegger:

Que a cada ciencia como tal, es decir, como la ciencia que ella es, le resulten inaccesibles sus conceptos fundamentales y lo que éstos abarcan, está en relación con la circunstancia de que ninguna ciencia puede jamás enunciar nada acerca de sí con sus propios recursos científicos .

Cada ciencia está constituida por un repertorio de lo que Heidegger llama "conceptos fundamentales", esto es, conceptos que constituyen su fondo, su fundamento; conceptos que para ella son últimos, puesto que se constituye a partir de tales nociones. En el caso de la física, conceptos como los de espacio, tiempo, movimiento, cambio, causalidad, etc.; en el caso de la psicología, para tomar otro ejemplo, conceptos como los de tiempo, causalidad, conducta, desarrollo, etc. Estos conceptos fundamentales son, en cada caso, "condiciones" de la ciencia -no sus "temas". Es cierto que, en cuanto los utiliza, los comprende, pero en la forma de la comprensión preontológica, es decir, de manera puramente implícita, no tematizada, no expresa. Toda ciencia, v.gr., utiliza y "comprende" el concepto de igualdad; pero no pregunta qué es la igualdad, o cuál es su modo de ser.
En relación con ello se encuentra el hecho, dice Heidegger, de que la ciencia no puede hablar acerca de sí misma: la física habla de los objetos físicos, pero no de la física misma; se ocupa de las leyes del movimiento, pero no de su ocupación con las leyes del movimiento.
Qué sea la matemática, no se puede jamás establecer matemáticamente; qué sea la filología, no se puede jamás resolver filológicamente; qué sea la biología, no se puede jamás decir biológicamente . Cuando el físico hace física, mide, o, digamos, utiliza el mechero de Bunsen. Pero, ¿qué se pondría a calentar en el mechero de Bunsen para contestar la pregunta acerca de "qué es la física"? ¿O qué se medirá para ello? El matemático hace cálculos, resuelve ecuaciones, pero ¿qué cálculos hacer, o qué ecuaciones resolver, para saber qué es la matemática? Porque "lo que una ciencia sea, ya como pregunta deja de ser pregunta científica". La pregunta acerca de la esencia de la ciencia, en general, y acerca de una ciencia determinada, en particular, no puede responderlas la ciencia; sino que son cuestiones propias de la filosofía.
En el momento en que se plantea la pregunta por la ciencia en general, y, a la vez, por las posibles ciencias particulares, el que pregunta penetra en un nuevo ámbito, con otras pretensiones y formas demostrativas que las corrientes en las ciencias. Es el ámbito de la filosofía . La pregunta por la ciencia es una pregunta filosófica, y su formulación significa la entrada en una zona diferente de aquella que le es propia al científico; significa la entrada en el dominio filosófico, en el cual no rigen ya los medios y recursos de la ciencia, sino otro tipo de exigencias y formas de "razonamiento".
Una disciplina se constituye como ciencia -o, para usar una famosa expresión de Kant, "penetra en el seguro camino de la ciencia" (cf. Cap. X, § 16)- cuando se establece convenientemente su sistema de "conceptos fundamentales" (cf. Cap. XIII, §11), que acotan o delimitan su campo propio, su objeto de estudio, o, con otras palabras, cuando todos los que cultivan la ciencia del caso están de acuerdo sobre aquel sistema de conceptos. A partir de ese momento reina perfecta unanimidad sobre las verdades científicas, sobre los contenidos de la ciencia de que se trate (salvo respecto de las hipótesis y teorías; cf. Cap. I. § 5). Por tanto, otra característica del conocimiento científico parecería ser el acuerdo o unanimidad entre sus cultivadores, cosa que no parece ocurrir con la filosofía (cf. ibidem; cf. Cap. XIV, § 20).
Lo que se acaba de decir resulta perfectamente claro en el caso de las matemáticas, la física, la biología, etc. Pero en lo que toca a disciplinas como la sociología, la economía o la psicología, en cambio, si es que efectivamente la unanimidad es criterio de cientificidad, habría que decir, o que no son ciencias, o que lo son de manera relativamente imperfecta. En 1955 se reunió en Ginebra un grupo de físicos atómicos occidentales con otro de físicos soviéticos; se revelaron mutuamente una serie de datos que hasta esa ocasión cada grupo había mantenido en riguroso secreto, y se comprobó entonces que las constantes atómicas calculadas por cada grupo coincidían exactamente con las del otro : había perfecta unanimidad porque, habiendo partido de los mismos supuestos, se habían alcanzado los mismos resultados. Si, en cambio, la reunión hubiese tenido lugar entre sociólogos o economistas rusos y norteamericanos, lo más probable hubiera sido el desacuerdo, o un acuerdo mínimo. Cosa parecida podría decirse de una reunión de psicólogos pertenecientes a diferentes escuelas (reflexólogos, fenomenólogos, conductistas, psicoanalistas en cualquiera de sus numerosas variedades, etc.). En resumen: esta situación significa, o que aquellas disciplinas no son todavía ciencias en el sentido pleno de la expresión, o que nunca podrán serlo. (Naturalmente, estas observaciones son válidas solamente en la medida en que se defina la ciencia por la unanimidad; pero si no se admite tal caracterización, la palabra "ciencia" tomaría otro sentido.)

10. La filosofía como crítica universal y saber sin supuestos

Si tales "conceptos fundamentales" -lo mismo que los métodos, los principios del pensamiento, la razón, el conocimiento, etc.- no son temas de la ciencia, sino que constituyen sus bases, fundamentos o "supuestos ", los examinará, en cambio, la filosofía.
La filosofía, pues, intenta ser un saber sin supuestos. El proceso de crítica universal en que la filosofía consiste (§ 3) significa entonces retrotraer el saber y, en general, todas las cosas, a sus fundamentos: sólo si éstos resultan firmes, el saber queda justificado, y en caso contrario, si los fundamentos no son lo suficientemente sólidos, habrán de ser eliminados o reemplazados por otros que lo sean.
Se ha destacado la palabra "intenta". Porque, según se tendrá ocasión de volver a señalarlo (cf. Cap. XIV, § 20), no es quizás humanamente posible prescindir de todos los supuestos, sino que se trata más bien de un desiderátum. Pero de todos modos, y aunque se tratase de un afán fallido, parece ser componente esencial de la actitud filosófica (o, por lo menos, de la mayoría de los filósofos, porque también en esto hay discrepancias) –y al revés de lo que ocurre en la ciencia- la tentativa de constituirse como saber sin supuestos, es decir, como saber donde nada se acepte porque sí, sino donde todo quede fundamentado (cf. Cap. XIII, § 7). El filósofo no puede simplemente admitir, sino que debe demostrar, o fundamentar en cualquiera de sus formas, la existencia del mundo exterior, o la del tiempo, o qué sea la razón, etc.
Resulta de todo esto que la expresión "saber sin supuestos" viene a coincidir con esta otra: crítica universal, con que también se caracteriza la filosofía. Porque a diferencia de la ciencia, que limita su examen siempre a la zona de objetos que le es propia, la filosofía, puesto que es el saber más amplio (cf. Cap. I, § 3), por ocuparse de todo, también encuentra motivos de examen y cuestionamiento, motivos de crítica, en todo absolutamente. A la inversa, cuestionarlo todo equivale a tratar de eliminar todo supuesto, no admitir sino sólo aquello que haya resistido la crítica.

FUENTE: Adolfo P. Carpio - (2004) –PRINCIPIOS DE LA FILOSOFÍA - Capítulo III - Páginas 37 a 42 y 52 a 55 – Editorial GLAUCO

jueves, 26 de agosto de 2010

ERNEST CASSIRER-Una clave de la naturaleza del hombre: el símbolo

ERNST CASSIRER

ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA

Introducción a una filosofía de la cultura
II. UNA CLAVE DE LA NATURALEZA DEL HOMBRE: EL SÍMBOLO

EL BIÓLOGO Johannes von Uexküll ha escrito un libro en el que emprende una revisión crítica de los principios de la biología. Según él es una ciencia natural que tiene que ser desarrollada con los métodos empíricos usuales, los de observación y experimentación; pero el pensamiento biológico no pertenece al mismo tipo que el pensamiento físico o químico. Uexküll es un resuelto campeón del vitalismo y defiende el principio de la autonomía de la vida. La vida es una realidad última y que depende de sí misma; no puede ser descrita o explicada en términos de física o de química. Partiendo de este punto de vista Uexküll desarrolla un nuevo esquema general de investigación biológica. Como filósofo es un idealista o fenomenista, pero su fenomenismo no se basa en consideraciones metafísicas o epistemológicas sino que se funda, más bien, en principios empíricos. Como él mismo señala, representaría una especie verdaderamente ingenua de dogmatismo suponer que existe una realidad absoluta de cosas que fuera la misma para todos los seres vivientes. La realidad no es una cosa única y homogénea; se halla inmensamente diversificada, poseyendo tantos esquemas y patrones diferentes cuantos diferentes organismos hay. Cada organismo es, por decirlo así, un ser monádico. Posee un mundo propio, por lo mismo que posee una experiencia peculiar. Los fenómenos que encontramos en la vida de una determinada especie biológica no son transferibles a otras especies. Las experiencias, y por lo tanto, las realidades, de dos organismos diferentes son inconmesurables entre sí. En el mundo de una mosca, dice Uexküll, encontramos sólo "cosas de mosca", en el mundo de un erizo de mar encontramos sólo "cosas de erizo de mar".
Partiendo de este supuesto general desarrolla Von
Uexküll un esquema verdaderamente ingenioso y original del mundo biológico; procurando evitar toda interpretación psicológica sigue, por entero, un método objetivo o behaviorista. La única clave para la vida animal nos la proporcionan los hechos de la anatomía comparada; si conocemos la estructura anatómica de una especie animal estamos en posesión de todos los datos necesarios para reconstruir su modo especial de experiencias. Un estudio minucioso de la estructura del cuerpo animal, del número, cualidad y distribución de los diversos órganos de los sentidos y de las condiciones del sistema nervioso, nos proporciona una imagen perfecta del mundo interno y externo del organismo. Uexküll comenzó sus investigaciones con el estudio de los organismos inferiores y las fue extendiendo poco a poco a todas las formas de la vida orgánica. En cierto sentido se niega a hablar de formas inferiores o superiores de vida. La vida es perfecta por doquier, es la misma en los círculos más estrechos y en los más amplios. Cada organismo, hasta el más ínfimo, no sólo se halla adaptado en un sentido vago sino enteramente coordinado con su ambiente. A tenor de su estructura anatómica posee un determinado sistema "receptor" y un determinado sistema "efector." El organismo no podría sobrevivir sin la cooperación y equilibrio de estos dos sistemas. El receptor por el cual una especie biológica recibe los estímulos externos y el efector por el cual reacciona ante los mismos se hallan siempre estrechamente entrelazados. Son eslabones de una misma cadena, que es descrita por Uexküll como "círculo funcional".
No puedo entretenerme en una discusión de los principios biológicos de Uexküll; me he referido únicamente a sus conceptos y a su terminología con el propósito de plantear una cuestión general. ¿Es posible emplear el esquema propuesto por Uexküll para una descripción y caracterización del mundo humano? Es obvio que este mundo no constituye una excepción de esas leyes biológicas que gobiernan la vida de todos los demás organismos. Sin embargo, en el mundo humano encontramos una característica nueva que parece constituir la marca distintiva de la vida del hombre. Su círculo funcional no sólo se ha ampliado cuantitativamente sino que ha sufrido también un cambio cualitativo. El hombre, como si dijéramos, ha descubierto un nuevo método para adaptarse a su ambiente. Entre el sistema receptor y el efector, que se encuentran en todas las especies animales, hallamos en él como eslabón inter¬medio algo que podemos señalar como sistema "simbólico". Esta nueva adquisición transforma la totalidad de la vida humana. Comparado con los demás animales el hombre no sólo vive en una realidad más amplia sino, por decirlo así, en una nueva dimensión de la realidad. Existe una diferencia innegable entre las reacciones orgánicas y las respuestas humanas. En el caso primero, una respuesta directa e inmediata sigue al estímulo externo, en el segundo la respuesta es demorada, es interrumpida y retardada por un proceso lento y complicado de pensamiento. A primera vista semejante demora podría parecer una ventaja bastante equívoca; algunos filósofos han puesto sobre aviso al hom¬bre acerca de este pretendido progreso. El hombre que medita, dice Rousseau, "es un animal depravado": sobrepasar los límites de la vida orgánica no representa una mejora de la naturaleza humana sino su deterioro. Sin embargo, ya no hay salida de esta reversión del orden natural. El hombre no puede escapar de su propio logro, no le queda más remedio que adoptar las condiciones de su propia vida; ya no vive solamente en un puro universo físico sino en un universo simbólico. El lenguaje, el mito, el arte y la religión constituyen partes de este universo, forman los diversos hilos que tejen la red simbólica, la urdimbre complicada de la experiencia humana. Todo progreso en pensamiento y experiencia afina y refuerza esta red. El hombre no puede enfrentarse ya con la realidad de un modo in¬mediato; no puede verla, como si dijéramos, cara a cara. La realidad física parece retroceder en la misma proporción que avanza su actividad simbólica. En lugar de tratar con las cosas mismas, en cierto sentido, conversa constantemente consigo mismo. Se ha envuelto en formas lingüísticas, en imágenes artísticas, en símbolos míticos o en ritos religiosos, en tal forma que no puede ver o conocer nada sino a través de la interposición de este medio artificial. Su situación es la misma en la esfera teórica que en la práctica. Tampoco en ésta vive en un mundo de crudos hechos o a tenor de sus necesidades y deseos inmediatos. Vive, más bien, en medio de emociones, esperanzas y temores, ilusiones y desilusiones imaginarias, en medio de sus fantasías y de sus sueños. "Lo que perturba y alarma al hombre —dice Epicteto—, no son las cosas sino sus opiniones y figuraciones sobre las cosas."
Desde el punto de vista al que acabamos de llegar podemos corregir y ampliar la definición clásica del hombre. A pesar de todos los esfuerzos del irracionalismo moderno, la definición del hombre como animal racional no ha perdido su fuerza. La racionalidad es un rasgo inherente a todas las actividades humanas. La misma mitología no es una masa bruta de supersticiones o de grandes ilusiones, no es puramente caótica, pues posee una forma sistemática o conceptual; pero, por otra parte, sería imposible caracterizar la estruc¬tura del mito como racional. El lenguaje ha sido identificado a menudo con la razón o con la verdadera fuen¬te de la razón, aunque se echa de ver que esta definición no alcanza a cubrir todo el campo. En ella, una parte se toma por el todo: pars pro toto. Porque junto al lenguaje conceptual tenernos un lenguaje emotivo; jun¬to al lenguaje lógico o científico el lenguaje de la imaginación poética. Primariamente, el lenguaje no expresa pensamientos o ideas sino sentimientos y emociones. Y una religión dentro de los límites de la pura razón, tal como fue concebida y desarrollada por Kant, no es más que pura abstracción. No nos suministra sino la forma ideal, la sombra de lo que es una vida religiosa germina y concreta. Los grandes pensadores que definieron al hombre como animal racional no eran empiristas ni trataron nunca de proporcionar una noción empírica de la naturaleza humana. Con esta definición expresaban, más bien, un imperativo ético fundamental. La razón es un término verdaderamente inadecuado para abarcar las formas de la vida cultural humana en toda su riqueza y diversidad, pero todas estas formas son for¬mas simbólicas. Por lo tanto, en lugar de definir al hombre como un animal racional lo definiremos como un animal simbólico. De este modo podemos designar su diferencia específica y podemos comprender el nuevo camino abierto al hombre: el camino de la civilización.


FUENTE: Ernest Cassier - (1999) -ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA: Introducción a una filosofía de la cultura - Cpítulo II - Páginas 45 a 49 - Fondo de Cultura Económica – México.